lunes, 9 de julio de 2012

Tesis sobre Macedonio Fernández. Vitalismo Macedoniano

       
                         
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Macedonio es el primer escritor que no nos ha legado una Obra, sino su vida como obra. Sus libros poco interesan en comparación con su singularísima existencia. Prueba de ello es que nos gusta más lo que Borges o Ramón digan sobre Macedonio que los escritos mismos de Macedonio.


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Macedonio es el primer escritor que dedicó toda su vida a contradecir su condición de escritor. No sólo por la manera errante en que siempre escribió, con largas décadas de silencio y con pocos libros llamados a la coherencia. Su vinculación con la literatura o la palabra escrita parece ser conflictiva desde un principio. No sólo se demoró largos años en publicar sino que en su Epistolario confiesa una y otra vez que “su escritura” le parece muy inferior a lo peor que se escribe en la época. Podríamos considerar a Macedonio como el escritor que tendió toda su vida a ser el anti-escritor, cosa que aún hoy día ni los postestructuralistas pudieron conseguir. Esta tesis se desprende de la anterior, ya que considerando su afán por vivir y no por escribir, podemos decir que vida y anti escritura para Macedonio llegarían a ser lo mismo.

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Macedonio es esencialmente poeta. Toda su obra metafísica y estética es pura cháchara, confusa e incoherente. Teniendo en cuenta su ácido humorismo, bien podríamos creer que el propio Macedonio consideraba como un gran chiste toda su obra prosística. No así su poemática, principalmente “Elena Bellamuerte”, donde esboza su teoría de la inexistencia de la muerte, sólo existente en los seres queridos, pero nivelada por la gracia de la Pasión, que es inmarcesible.

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Macedonio es un catalizador de la época, un Sócrates dispuesto tan sólo a crear discípulos. Adelantado a sus contemporáneos y puente de apoyo para los más jóvenes, supo influenciar a los más creativos de la generación martinfierrista (Borges, Marechal, Girondo, Scalabrini). Por ende, y considerando la tesis primera, decir que Borges fue el Platón de Macedonio no sería desopilante, ya que su biografía ha quedado plasmada hasta la perfección en el pequeño prólogo que escribió Borges en 1961 y en varias anécdotas que discurren en sus libros y en los de otros condiscípulos. Macedonio era un impulso socrático y mayéutico para los jóvenes que lo consideraban su maestro.

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La genialidad exclusiva de Macedonio es oral, no escrita. Por ello decíamos en la tesis cuarta que sus libros poco importan, no así lo que sus Homeros digan de él: Borges y Adolfo de Obieta, entre otros, y también lo que Macedonio mismo dice en su Epistolario, que funciona como una suerte de autobiografía.

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Todas las estupideces que ha dicho la crítica argentina de seudo izquierda, progresista y sicoanalítica, en nada colaboran con la obra de Macedonio Fernández, ya que dicha crítica se vio en la necesidad de fundamentar su obra como escritor y no su obra como sujeto existente. Huelga decir que para justificar los aparatos teóricos de la misma crítica, los disparatados escritos de Macedonio fueron apetitosa excusa a su zigzagueante metodología, pletórica en el análisis de los sueños, de los hiper-textos, de los neologismos (cosa de la menos importante a la hora de rescatar a Macedonio) y de la psicología de los personajes. Tan inútil e impermeable es a Macedonio dicha crítica que la frase de C.S. Lewis los pinta de cuerpo entero: “Leen tanto entre líneas que se olvidan de las mismas líneas”.

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Macedonio es uno de los fenómenos más curiosos de la historia de la literatura argentina. Al menos en su pretensión por no trascender como escritor, sino como viviente, es el primer literato que le dice NO a la literatura para decirle SÍ a la vida. Es el superhombre nietzscheano que ya no necesita “rumiar”  para existir, sino simplemente ser lo que es: un gigante que enseña con su vida. En el misterioso camino que ha dispuesto para sus discípulos, ninguno ha sabido siquiera imitarlo (a excepción del inigualable hacedor de silencios que fue Santiago Dabove y acaso también del esquivo Néstor Ibarra), ya que todos siguieron en la mera literatura, copiándola, prodigándola, en vez de darle un cierre, finalizarla, tal como hizo Macedonio.

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Macedonio descreía de la palabra escrita en total proporción a su teoría de la inexistencia del yo. La importancia que el libro, la literatura y el autor tienen para toda la literatura anterior pierde protagonismo ante la verdad de la conversación platónica entre amigos y ante la realidad inigualable de La Pasión.

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Para Macedonio, pensar poco tenía que ver con el morboso afán de erudición que padecen los intelectuales occidentales.  Pensar, para Macedonio era estar en continua actividad mental y meditación, y para eso no eran necesarios miles de libros, sino tan sólo unos pocos, El mundo como voluntad y representación, algún tomo de William James, y la cálida conversación con amigos.

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Lo que buscamos en Macedonio es todo aquello que ningún otro escritor de afanes puede darnos. Acaso puedan gustarnos sus chistes, sus metáforas retorcidas, sus retruécanos, pero no es por estas razones por lo que vamos tras de él. Único ejemplo en la historia de la literatura argentina, seguiremos leyendo y buscando en Macedonio ese palimpsesto oculto que habita en los grandes libros y que muy pocos descubren: la vida que en vez de leerla, merece ser vivida. 

sábado, 26 de mayo de 2012

Macedonio Fernández y el fin de la literatura


Yo he sido ese viejo cínico
que vagaba por los arrabales
buscando el enigma del universo.

Aquel que se detenía
largas horas ante una pava de mate,
o a liar un delgado cigarrillo,
dispuesto a encontrar en las esquinas
una furtiva metafísica.

Ese y algún otro más he sido.

Pero ahora, que ya no creo en la muerte
ni en las vanidades de la literatura,
sólo quiero ser, por unas tardes más,
un hombre común y sencillo,
consagrado al ínfimo dios de lo cotidiano.

lunes, 2 de enero de 2012

Sobre las bibliotecas personales

A lo largo de mi vida, he tenido la posibilidad de conocer a varios bibliófilos, la mayoría de ellos gracias a mi fortuita condición de librero, de la que renegué durante los años de ejercicio y que hoy miro con cierta nostalgia.
Lo que durante años me ha llamado la atención de este pequeño rebaño de “raros”, es que muchos de ellos se jactaban de su farragosa biblioteca que, en algunos casos, llegaba a extenderse hasta el caos.
Recuerdo dos clientes de la librería en la que trabajé, ambos, casualmente, abogados y diputados, pero muy diferentes entre sí. Uno de ellos contaba con una biblioteca de ¡cuatro mil quinientas primeras ediciones argentinas! (principalmente de Editorial Sur) e internacionales también.
El otro, acaso mucho más barroco y exagerado (el hombre había sido diputado peronista), poseía una biblioteca de unos treinta y cinco mil volúmenes. La cifra, es cierto, era exagerada aún para los más diletantes bibliófilos y coleccionistas, pero el hecho no deja de ser llamativo y de responder, tal vez por la dilatación del ejemplo, a un problema que es intrínseco a la condición del coleccionista y que, según creo, está en franca oposición a la condición del verdadero lector.
Acaso por mi procedencia económica de clase media suburbana, acaso más aún por la educación protestante que mis padres me dieron, obligado a poseer lo poco, siempre me llamó enormemente la atención el espécimen de biblioteca llamado “coleccionista”, “bibliófilo”, o simplemente “lector voraz”, porque todos esos ejercicios tienen mucho que ver con el fetiche de la mercancía, con la adoración del objeto, o con el desenfrenado deseo de conocer siempre más, pero poco tienen que ver con la intelectualidad, o la pasión estética.
Siempre consideré dos ejemplos como canónicos: el de Borges y el de su maestro Macedonio Fernández.
El primero, nunca pudo tener una biblioteca de más de dos mil volúmenes, por condiciones económicas, ciertamente (Borges nunca tuvo un trabajo estable ni una posición económica que se tradujera en la compra de cantidades industriales de libros), pero también por condiciones edilicias. El departamento que ocupaba en la calle Maipú, en la zona de la plaza San Martín, no era amplio, y, por lo que me cuentan quiénes lo pudieron visitar, no había demasiado espacio, más allá de su pequeña biblioteca.
El caso de Macedonio Fernández es el más luminoso y genuino. Al igual que el errante Nietzsche, el hombre no poseía una vivienda fija donde establecerse. Los bienes y terrenos familiares eran mantenidos por sus hermanos y cuñadas, que fueron los que cuidaron a los propios hijos de Macedonio, quien, luego de la muerte de su esposa Elena de Obieta, decidió ir a la deriva, errar por pensiones baratas del barrio del Once o de Tribunales, quizá porque la muerte del ser más querido implicaba la penitencia más pesada: la carencia de hogar, el destierro griego (no casualmente Gómez de la Serna comparaba a Macedonio con ese otro vagabundo metafísico que fue Diógenes).
Esta gimnasia lo obligaba a mover con él pocas cosas, dos o tres trajes, un sobretodo para amparar los inviernos porteños, húmedos y hostiles, y algunos pocos libros.
Para Macedonio, pensar poco tenía que ver con el morboso afán de erudición de los intelectuales occidentales; pensar era estar en continua actividad mental y meditación, y para eso no eran necesarios miles de libros, sino unos pocos, El mundo como Voluntad y Representación, digamos, algún tomo de William James, y la necesaria conversación con amigos.
Macedonio no era “lector voraz”, sino relector, la actividad de la relectura, de la reminiscencia platónica (“Conocer es recordar”), le apasionaba más que la “avidez de novedades”, o la puesta en práctica de ser un lector a la orden del día. Su platonismo entonces, él lo admitía, era extremo.
Esta actitud del recordante me parece mucho más cercana al intelecto que la del “lector voraz”, acaso porque todo ejercicio de pensamiento no trata de otra cosa que de recordar el origen, el paraíso perdido en el recuerdo recuperado.
Las calles de la infancia, los primeros ponientes, el primer beso, los días de la escuela, tienen para el espíritu sensible mucho más valor que los días de la madurez, en los que la mitad de la vida se la pasa uno trabajando, y la otra mitad recordando la vacacional infancia.
Somos seres ávidos de lo primario, del origen, y la actitud del relector, del que prefiere recomenzar sobre una misma obra una y otra vez hasta agotar la mayoría de sus fuentes, es una actitud digna del pensar a secas, del retrotraerse hasta el Arquetipo, porque si conocer es recordar, releer es entonces comprender.
Lo que se busca en la relectura es la repetición, curioso fenómeno de la temporalidad que Kierkegaard llegó a calificar como “el tiempo de la eternidad”. Repetición y reminiscencia confluyen en el relector que, a partir del mecanismo de la repetición cíclica de la lectura para absorber todas sus fuentes, adquiere el acceso al Origen del texto y al Arquetipo.
Por otra parte, la acumulación desenfrenada y el caos poco tienen que ver con el pensamiento intelectual y con el arte, a no ser que estemos considerando por arte lo que ocurrió en los últimos cien años. En cambio, la tendencia anterior al mundo que hoy conocemos, y que se remonta hasta los orígenes mismos del hombre, fue la de conservar lo primario, porque el peregrino sólo lleva lo esencial, y la esencia está lejos de los utensilios. Así, el peregrino ruso llevaba con él solamente la Biblia y la Filocalia: cargar con mayor peso hubiera sido una intrusión.
El pensamiento chino lo entendió para la posteridad, allá lejos y hace tiempo: “Poseer infinidad de carruajes es no poseer carruaje alguno”.

San Nicolás, Julio de 2010

lunes, 3 de octubre de 2011

El Emboscado



El amanuense
atiende,
levanta la vista,
atiende
y escribe:
“no es tarea
el otro.
Necesidad es.”

Y lo que
el amanuense,
el visionario,
done,
en palabras
convertidas en manos
enlazadas con
otras manos,
dóciles.
Todo hacer del amanuense,
el hacedor,
todo empeño,
para que el lector
deje de ser
esa viuda estéril
que recibe las ofrendas diarias,
conmiserativas,
para no morirse de hambre.
Empujarlo
al bosque
Será
salvarlo.

De Teoría del Amanuense, Ed. Alción, 2011

martes, 2 de agosto de 2011

Conversaciones sobre poesía. Entrevista de Martin Palacio Gamboa para un semanario de Morón



Martín Palacio Gamboa: ¿Cómo y cuándo surge en vos la necesidad de expresarte a través de la palabra escrita?

Ezequiel Ambrustolo: La necesidad de escribir responde a un llamado ontológico. En mi caso particular, desde niño siempre tuve la necesidad de plasmar en palabras sentidos suprasensibles de la realidad que en algún punto me excedían, y lo siguen haciendo. Es el estupor por lo bello y lo verdadero, que Platón descubrió para todos los occidentales.

M.P.G: ¿Qué es lo que te decide a la hora de escribir qué tipo de forma textual vas a utilizar?

E.A: La poesía siempre colabora con esa concepción de lo suprasensible, o en todo caso con la vieja idea de plasmar en palabras lo maravilloso de la naturaleza, el Eidos platónico. Uno utiliza la herramienta de la palabra como un artesano utiliza la madera para crear una silla. En nuestro caso, y debido a estas correspondencias, la poesía siempre tendría que tender hacia formas bellas, armónicas y normales por lo cual la mitad, sino todas las corrientes vanguardísticas de los últimos siglos demuestran, gracias a estas leyes, su carácter huero e insignificante en tanto arte. Es decir, se puede leer un poema incoherente pero nadie puede sentarse en una silla a la que le falta una pata. Este principio de lo normal tendría que aplicarse también al arte, así al menos lo entendieron los antiguos.

M.P.G: En la Antigüedad la lírica, que abarcaba la poesía y la narrativa (epopeya), tenía una función educativa, didáctica, más popular. Luego el poeta de la “modernidad” se separó de esta función. ¿Cómo ves en el mundo actual la relación entre literatura y sociedad? ¿Crees que el escritor debe cumplir un rol social?

E.A: Creo que la pregunta por la paideia formativa en el niño de la antigüedad y la época clásicas responde a un conjunto de normas en las que la sociedad se correspondía en un todo armónico y jerárquico. Suena romántico esto último pero no por ello carece de verdad. El ayo de los griegos no sólo era un pedagogo en las grandes artes clásicas como la música y la poesía; también tenía a su cargo la educación espiritual del niño. Eso se perdió cuando las jerarquías se horizontalizaron y el mundo quedó como la planicie o Wasteland eliotiana. Hoy día, plantear un escritor que cumpla con un rol social es algo tan absurdo como pedirle a las democracias que funcionen como tales. Los significados y los símbolos se han tergiversado, y en un mundo de empresas, cálculos y cosmopolitismo ¿qué lugar puede ocupar el Xenos griego, el poeta adivinador, el artista demiúrgico? Yo creo que lo mejor sería esperar a que esta corriente vulgar termine de llevarse todas las excrecencias, hasta que un orden más genuino tome su lugar. El diablo se muerde la cola. Habrá que esperar eso, con ardiente paciencia.

M.P.G: ¿Qué escritores clásicos admiras en narrativa y en poesía?

E.A: En la época clásica no existía la distinción entre narrativa y poesía. Nadie piensa que Homero fue un novelista. En la distinción platónica de las artes, existía por un lado la música, por el otro las artes dramáticas, que comprendía lo que literariamente hoy entendemos por dramaturgia, y las artes poéticas, donde estaba tanto la epopeya, la poesía, y los grandes libros canónicos de Occidente. Creo que el último libro que obedeció hasta las últimas consecuencias con este género clásico de ordenamiento de las artes fue la Commedia de Dante.
En cuanto a tu pregunta, mi militante extemporaneidad casi me prohibe leer todo lo que provenga de la actualidad. No obstante, mis escritores preferidos podrían ser Mastronardi, Vicente Barbieri, Trakl, Enrique Banchs, Dante, Sedlmayr, Hudson, Coomaraswamy, Kierkegaard, Platón, Eliade, San Juan de la Cruz. Creo que esa es una linda terna de los más queridos.

M.P.G: En un mundo donde la lista de libros, en diarios y suplementos literarios, no habla de los mejores sino de los más vendidos y que muchas veces el lugar no lo ocupa la ficción, ¿es difícil siendo escritor sentir que se ocupa algún lugar? Cuando se escribe, ¿se piensa en un lector ideal? ¿Hasta dónde uno quiere que lleguen sus libros?

E.A: Las tuyas son preguntas cuyas respuestas podrían abarcar todo un tratado. En cuanto a la primer pregunta, creo que el escritor, entendido en el sentido en que yo lo entiendo, partiendo de Platón, y del buen gusto por lo bueno, lo bello y lo verdadero, hoy no puede ocupar ningún lugar en esta sociedad, al igual que el sacerdote, el santo o el asceta. Su lugar es el desierto, clamar en el desierto, como Juan Bautista, y en todo caso, ofrecer un foco alternativo al modo de vida actual. Cuando se escribe, en mi caso, siempre se piensa en un lector ideal. Sería lindo que a uno lo leyera Enrique Banchs o Carlos Mastronardi. Siempre pienso en mis grandes escritores como mis posibles lectores. Ello, claro está, nunca podrá ocurrir. En cuanto a la tercer pregunta: con mis libros, o con lo que quiero plasmar, tan sólo me gustaría despertar un poco la conciencia del lector, atraer la dispersión y convertirla en un estado de actividad mental sensible, poético, y espiritual. Igual, creo que lamentablemente el lector como tal ha desaparecido desde hace varias décadas. Hoy todos somos poetas, algunos más furtivos que otros.

M.P.G: ¿Qué opinas de los concursos literarios? ¿Crees que de alguna forma los grandes premios ya están arreglados con antelación, teniendo en cuenta algunos hechos que se han sucedido al respecto? ¿Le sirve al escritor participar de estos concursos?

E.A: Mi experiencia me dice que si el estado está infectado por la corrupción menos sutil ¿qué se le puede pedir a un modesto concurso para editar a un lego? Lo que sí, he escuchado que ciertos jueces muy vanguardistas, sólo premian los libros que los alumnos de sus talleres previamente les pasan. Nadie puede sentirse tocado por esta declaración, ya que todos en algún punto queremos dictar cátedra en un taller de poesía. Lo que sí, a estos señores modernos, actuales y vanguardistas, habría que decirles que la corrupción es tan vieja como Matusalén. Que no pequen de clásicos!

M.P.G: ¿Crees que el escritor necesita del reconocimiento? ¿Cómo te sentís vos con relación al halago? ¿Por cuál de tus obras te gustaría que se te recordara?

E.A: Creo que el escritor necesita de un lector que retroalimente su obra. Esto hasta lo he profesado en mis poemas. Ese lector mentalmente despierto que evoqué hace unos minutos, es el que puede completar la obra, pero sólo lo puede hacer el que está mentalmente dispuesto. Creo que en esto el poeta debe ser tan modesto como el artesano, uno siempre tiene que estar dispuesto a la corrección, o a la completud de lo que ha escrito. Recuerdo, no obstante, una anécdota: un crítico de cine más que inteligente de nuestro medio le comentaba a un ya no tan recordado director argentino, que en cierta película francesa que había dirigido en los setenta, había demasiadas escenas escatológicas, penes en primer plano, una relación sexual real que ocupaba veinte minutos de la película, etc, etc, que de acuerdo al valor de su obra cinematográfica, tendría que reeditar ese film y corregir algunas escenas, a lo que el director le respondió: “¿estás loco? Mi obra no puede tocarse en lo más mínimo”. Bueno, este tipo de imbecilidad que excede hasta la misma vanidad, habla muy claramente del corte de artista que habita en el mercado del arte. Creo que me gustaría que me recordaran por haber escrito poesía religiosa o metafísica, pero más por haber intentado defender la Cristiandad en una época de repugnante ateísmo. La imagen del cruzado es de lo más poético que ha labrado el occidente.

M.P.G: ¿Cuáles son tus lecturas en la actualidad? ¿Lees a tus contemporáneos? ¿Cuáles te gustan?

E.A: Lo de los contemporáneos, te habrás dado cuenta, más allá de cierto comentario directo, que no es de mi apetencia. Uno es anacrónico cuando quiere serlo, pero más que nada cuando no le dejan espacio en la actualidad. Creo que el último poeta argentino religioso que he leído fue Jacobo Fijman, en los años treinta, y terminó en un loquero. En fin. Actualmente estoy leyendo a Hermann Broch, asombroso escritor nunca bien valorado, también un libro de Cornelio Fabro sobre el tomismo, y un ensayo de Ricardo Herrera sobre las formas clásicas de la poesía argentina. Este autor actualmente vive, pero justamente no lo calificaría yo de actual.

M.P.G: ¿Crees, como decía Giannuzzi, que en el poema importa más lo que no se dice, “roer el hueso de la palabra”?

E.A: No sé qué quiere significar eso, pero a Gianuzzi lo recuerdo por ser el “periodista” del poema, para algunos fue un genio, a mí me gustaron pocos de sus poemas. En cuanto al hueso, creo que eso es asunto de caninos y carniceros.

M.P.G: En la actualidad se publican muchos libros de poesía, aún cuando “la poesía no se vende”. ¿Por qué crees que se da este fenómeno? ¿Pensás que esto es valioso o la palabra de algún modo nos está devorando?

E.A: Creo más bien lo que vos asentís al final. La palabra, la mala palabra, la mala poesía, el absurdo, nos devora, “el vacío que nos invade” proclama Montale en Las ocasiones. Bueno, creo que la cantidad de mala poesía que se publica es directamente proporcional a la cantidad de malos poetas y escritores que hay hoy día. Una pena, porque si bien menos no es más, tampoco más es más, y mucho menos en este caso. La gran frase de Bécquer “podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía” habría que discutirla entonces hasta asentar posiciones claras ¿Para qué se querrá per se poesía, si ese santo vocablo ha pasado a ser adjetivo para casi todo? A veces pienso que el mejor ejercicio para que exista poesía en el sentido genuino del término, muchos poetas tendríamos que callar, y así, la frase de Gianuzzi tendría entonces un sentido.

Julio de 2011

lunes, 13 de junio de 2011

Teoría del Amanuense



Teoría del Amanuense, Editorial Alción, Mayo de 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

Enrique Delfino, compositor de tango


Poco se ha escrito sobre Enrique Delfino. Los aficionados tangueros cantan sus canciones, algún que otro trasnochado cuando trasunta el arrabal silba sus atardecidos tangos, pero casi nadie reconoce al autor de las melodías más profundas y melancólicas de la historia del tango. De no ser por el éxito de Milonguita, casualmente una de sus no mejores creaciones, Delfino correría el albur de esos músicos desconocidos que sólo unos pocos especialistas conocen.
Pero los hombres de espíritu sensible reconocen la entereza creadora y genial de Enrique Delfino.
Pertenece con justicia a esa selecta cofradía de genios esotéricos que sólo los iniciados pueden admirar y perseguir. Los criterios musicales de las obras de Delfino son simples, pero inadmisibles para cualquier otro compositor que no haya sido el mismo Delfino. Él supo crear y sustentar un universo propio, poblado de sus provincias grises, sus ciudades nocherniegas y sus antiguas leyendas, es decir, fue un creador cosmogónico.
Utilizó los elementos de las grandes tradiciones de la música europea y las decodificó a los sencillos rudimentos de la música popular.
Con la canción francesa e italiana realizó el complejo trasvasamiento de darle al tango, que no salía de su encierro rítmico, una melodía preciosista que antes había sido impensada para una música portuaria y quejumbrosa.
Es decir, no sólo incluyó las armonías de la música europea sino que también las rediseñó, adaptándolas al lenguaje musical de Buenos Aires. A su vez, es imposible pensar en la posterior revolución decareana sin el aporte tanto de Cobián como de Delfino. Unos años anterior a Fresedo y a Cobián, los grandes melodistas del tango, Delfino le da una nueva estructura (de dos partes de 16 compases cada una) al desarrollo musical del tango, que luego se volverá canónico para el tango canción, agregándole armonías, tonalidades y facturas melódicas que luego ensancharán aún más Juan Carlos Cobián y Francisco de Caro.
Toda renovación formal en el tango hubiera resultado irrealizable sin el aporte del compositor de Sans Souci.
Escuchando sus obras, se percibe como un aire de queridas lejanías, de un ayer suave y delicado. Los grises melódicos de sus canciones no miran hacia adelante, sino, como todo el tango, hacia un pasado mejor; los recuerdos del colegio, de la infancia, los primeros amores, y la bohemia juvenil bien podrían poblar sus melodías, mismos elementos que años después reavivarán los hermanos Fresedo, fieles continuadores de la línea iniciada por Delfino.
Toda la obra de Enrique Delfino tiene un clima refinado y añejo. Su melancolía no es fortuita, sino esencial, íntegra, pero no quejumbrosa. Las cadencias largas nos llevan a otra época y a otro mundo. Nos hace pensar como Delfino mismo pensaba y miraba la vida. Con esa melancolía empañada por un suave sentido del humor.
Sans Souci, Belgique, Recuerdos de bohemia, Palermo, Lucecitas de mi pueblo, Griseta (acaso el mejor acompañamiento en letra, junto con Claudinette, que llevó su música) desentrañan en el oyente una ternura cómplice con la del creador, nos trasladan a su universo y nos dejan un sabor delicado en el espíritu, como si hubiéramos percibido la fragancia de una rosa, como un caminar sobre un pasto fresco y crecido, o como beber un licor ligeramente dulce y cálido a la garganta.
Las metáforas que digo pueden resultar arbitrarias, pero es la única manera que encuentro de expresar con imágenes claras lo que despierta en mí la música de Enrique Delfino.
Las experiencias pueden variar, pero el sabor, reitero, es el mismo.
Es por ello que para una reconsideración responsable y seria sobre su obra es necesario olvidar por un buen tiempo las letras que llevaron sus composiciones. Tal vez como en ningún otro caso en toda la historia del tango, cuya letrística es inevitable para entender su atmósfera, en Enrique Delfino, como dice el adagio, las palabras sobran.
Considerar su obra musicalmente de manera unilateral, nos conducirá al verdadero Delfino, al que nunca debimos olvidar.
Debemos a unos pocos, Pompeyo Camps, por ejemplo, Cátulo Castillo, y a las grabaciones caseras en solos de piano de Delfy, que en 1966 realizara Julián Centeya, el comienzo de esta nueva y renovadora mirada sobre su obra.
Será tarea de investigadores, pero principalmente de los sibaritas, no volver a olvidar las delicadas melodías del “compositor de los tangos más tristes”.

sábado, 9 de abril de 2011

Los misterios de Martín Lutero


16 de Octubre de 1517

¿Qué es Dios? ¿Es este ser que me desborda? ¿Esta llama que me incendia? ¿Esta doncella que no me abandona? ¿El sol inmortal bajo mis pestañas? ¿Qué es este Dios del que hablo?... Voy afanoso por los senderos del bosque y descubro alrededor de mí que Dios no es nada de esto (el inefable, el misterioso), pero que es todo lo que digo y no digo; hay una clave, un enigma, una palabra; un Verbo que no alcanzo a descifrar pero que conozco desde el centro de mi corazón, desde hace siglos, desde mi más íntima infancia. La palabra me invade, una visión me atrapa, un arcángel descendió de las esferas celestes y tocó mi boca con un carbón encendido y mi corazón con una espada y un libro bajo mi brazo reveló lo que debo hacer, pero ¡ay Señor! dentro de mí no conozco más que miseria.

jueves, 10 de marzo de 2011

El agrimensor K. decide mi destino



Atado
por los mil nudos
de las Erinias,
imposibilitado
a decir una
sola palabra,
a que otros
perciban su densidad
o textura,
soy esa
embarazosa
cucaracha
de la literatura
que
tras una incoherente
pesadilla
no volvió
a levantarse
del suelo.

jueves, 6 de enero de 2011

Entrada en el desierto, poema póstumo de Carlos Mastronardi


Entrada en el desierto


Dicen que en este lugar he vivido,
pero no reconozco ni personas ni casas,
que si alguna vez miré, se disiparon.
Paso junto a unas puertas y unos patios sin voces,
indescifrables, mudos,
como si los hubiesen dejado en un desierto.

Nada de lo que tuve me espera en este pueblo.
A quién preguntar por aquel árbol
y por aquel jilguero que cantaba
en la serena siesta, si no quedan recuerdos,
y las cosas existen y se afirman
en el pasado mutuo, cuando alguien las comparte
y no se derrumbaron con las almas.

Soy el desconocido, el forastero,
como siempre le ocurre a alguien que retorna
cuando ya se borró lo que fue suyo.
Sólo advierto - quimera y simulacro -
unas sombras ruidosas, unos rostros anónimos.

Quiero saber de aquella madreselva
que era agasajo y sueño de unas tapias
rojizas, vacilantes por el lado del río.
Nadie responde. Llegan los meses agradables
y es otra, sin embargo, esta delicia,
esta luz que en noviembre inspira al pájaro.

Regreso después de años, y me digo
que en los acuerdos íntimos se asienta
la realidad incógnita. No hay señales ni me ampara
esa querida gente que acaso huyó con ella.

Ya no queda ninguna,
ni siquiera enemigos para exaltar el ánimo.
No encuentro el sauce pródigo que me obsequiaba sombra,
ni esa piedra pulida por el tiempo,
ni aquel grillo selvático que esperé muchas tardes.

Yo estaba y era en ellos. Me ayudaron
a cavar el abismo del futuro.
En las cosas me apago,
ya que, agónica y siempre, la versátil sustancia
vacila entre su fin y su principio
en vaivén que consume nuestros días.
Todos han muerto. Espejo sin imagen,
enfrento una penumbra despoblada.

El pasado se adueña de la noche
y anda en el lastimado viento solo,
que al desvelar distancias
sufre un idioma de ladridos pobres.
No hay un alma. Lo extinto reaparece
cuando la vida calla, y se apacigua
para sentir más cerca los ausentes.
Busco una calle, piso unas baldosas,
donde mis lentos pasos no resuenan
y doy con unas casas ignoradas
sin poder recobrarme. Soy ahora el extraño
que ha perdido las huellas del tiempo aquí dejado.
Esperaba un jardín, y miro un páramo.
El mundo real se oculta. Aquí no hay nada.


Poema póstumo, Junio de 1976

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Almafuerte, 1917


El anciano que escribe fragmentos de moral sobre la antigua mesa de roble, apenas ha comido un pan mohoso y las migajas de algún viejo banquete.
Hace un tiempo ya que Lucifer ha golpeado una tarde a su puerta para ofrecerle gloria y riquezas, pero el anciano, tenaz como Job, ha preferido a la promiscua posteridad la sobria miseria de los santos.
Sólo un don le ha pedido a la vida: fe. Pero las desdichas con que lacera el hambre, la inmoralidad de los poderosos, y un sol indiferente que brilla sobre justos y necios, lo ha encerrado en el estoicismo de ver la vida en los otros, pero no en él; de saber que la felicidad es el rostro candoroso de una criatura virgen; que el amor, de existir cosa así, se parece a la abuela que trabaja afanosamente por el nieto huérfano, abandonado al mundo de los parias.
Mientras los otros viven la ruleta de aciertos y desdichas, en su cuarto de pensión, el indómito anciano escribe palabras contra Satanás y contra el olvido.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Tango del muerto




Hacinado
en mi noche triste

voy
por las esquinas

buscando
un cacho
de sol.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Enrique Banchs y el fin de la literatura




Yo,
que he
sido
todos
los crepúsculos
y ocasos,

hoy
apenas
soy

este
hombre
que renuncia.


1911

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Sabiduría tradicional contra sabiduría pagana


"Por su extensión, su duración, su masa, la civilización china es una de las creaciones más pujantes de la humanidad: no hay otra más rica en experiencia humana. Sin embargo, es infinitamente menos conocida por el público que las civilizaciones mediterráneas. Es muy lícito, querer atraer hacia ella la atención, y sería muy útil lograrlo. Útil, ante todo, para los especialistas que se ocupan de ello. Si su trabajo fuera apreciado por un público más vasto, quizá su número sería mayor y trabajarían con más eficacia. Más atraídos por las cuestiones que presentan gran interés humano, se complacerían menos en los pequeños problemas que se discuten entre iniciados, sin que parezca necesario discutirlos en términos accesibles a todo hombre culto. Sin embargo, todo hombre culto se da cuenta actualmente de la estrechez del mundo circunscrito por las humanidades clásicas. ¿Por qué continuaría la China siéndole extraña, si nada humano debe serle extraño? El hombre no se conocerá hasta que conozca todos los modos de ser del hombre. Para ello es preciso que, expatriándose, vuelva a encontrarse. Es preciso que se observe a través de todos los climas y también a través de todos los tiempos." Le penseé chinoise, Marcel Granet (1884-1940)

miércoles, 28 de julio de 2010




Olvida las palabras
conserva lo uno.






Antiguo grabado en piedra (¿dinastía Tang?)

miércoles, 16 de junio de 2010

Elegía




¡Oh Amanuense!

pelícano
en la roca del océano,
estrella
vesperal del Otoño,
ángel
arrojado a la materia.

¡Oh alba
o Amanuense
que anuncias el rayo!

muéstrame
-te lo imploro-
la grieta
nocturna.

viernes, 14 de mayo de 2010

Glicinas, poema inédito de Héctor Alvarez Murena



El gran poeta
Li Po
nunca escribió
ningún poema

Miraba ramos
de glicinas

Reía siempre
a veces
lloraba
también

Espejo
de lo creado

Eso fue todo


24 de Enero de 1975

jueves, 15 de abril de 2010

Escatología



De
los cuatro
elementos,
qué
ha sido
de los cuatro
justos
que
en cada
generación
retrasaban
el juicio divino.

Sabemos
del tañido
de las campanas

y del
último
fuego
restaurador
y puro
que se
anuncia
y consume
en cada cirio.

lunes, 1 de marzo de 2010

La fiesta Cristiana. Anotaciones complementarias a "Una teoría de la Fiesta" de Josef Pieper






Lo primero que genera este pequeño y sugerente libro que Josef Pieper publicó en 1963 es la sensación de evanescencia, de un objeto que amenaza siempre con mostrarse pero nunca lo hace, como las olas que rompen en la costa y tan luego desaparecen.
El autor nos demuestra (gracias a valiosísimos documentos. El lector de la obra recordará lo dicho en el anteúltimo capítulo sobre la festividad robesperriana y la Revolución Francesa) que en estos tiempos nihilistas que corren, la única concepción real de fiesta que puede existir dentro de una comunidad es la fiesta de la comunidad cristiana. Pero ¿Qué quiere verdaderamente decir esto?... el autor jamás lo aclara, supone que cada uno de sus lectores ahondará dentro de sí (lo cual supone un lector anticipadamente cristiano) en cuanto al intrínseco significado de la fiesta cristiana.
Quedarse en lo meramente descriptivo, en la anotación del que desde afuera observa la celebración de un culto, es quedarse apenas en lo anecdótico, en la circunferencia de la esfera, cuando hablar en serio de la fiesta cristiana significa ahondar en sus aspectos y misterios intrínsecos (1).
La descripción objetiva, que nos hace el autor, que adopta una posición más bien objetiva, de historiador, nos muestra ese único remanente de lo festivo que significa la religión cristiana, celebrada por una comunidad organizada con una finalidad (teleología) específica, en comparación con un mundo perdido en lo amorfo, cuyo carácter festivo entra en confusión con la orgía, el caos y el despilfarro.
Ahora bien ¿En qué consiste esa fiesta organizada por un grupo de personas (Ecclesia) que persiguen una misma finalidad? ¿Cuál es su aspecto intrínseco, aquel que sólo los participados a la fiesta pueden conocer y compartir más allá del carácter externo que puede tener a los ojos de todo el mundo?
La respuesta está en el cuerpo que organiza y consuma la fiesta cristiana: la Iglesia; el cuerpo de cristianos que a través de la Santa Cena forman parte del Uno Indiviso manifestado en la Santísima Trinidad: el gran Misterio del Amor de Dios a los hombres, que significa que aquel aceptó a Jesús como Señor y Salvador; aquel que, por pertenecer a la Comunidad (Ecclesia) come la carne de Jesús y bebe su sangre, éste posee al Espíritu Santo; Espíritu que pertenece a la Tercera Persona de la Trinidad y que hace que el participado forme parte de la Trinidad del Dios Uno, o, como diría el neoplatónico Proclo, de la Unidad Unitiva del Uno.
¡Cómo elogiar la festividad cristiana frente a la orgía pagana sin mencionar esto! Nos llama más aún la atención el origen transubstanciacionista de Josef Pieper: el autor es católico; omisión que más fácilmente podría ocurrir en un autor perteneciente a la iglesia reformada de Zuinglio, y las desviaciones modernas que devinieron del anabaptismo (2).

¿Qué es, entonces, la fiesta cristiana? Desde un principio Jesús conoció que el objetivo final de su venida era re-unir a todos sus hijos en Él.
Ya el apóstol Juan en el capítulo 17 de su Evangelio nos mostraba a Jesús orando ante sus discípulos, intercediendo por ellos ante el Padre, y pidiéndole una y otra vez que toda la gloria que Dios le había dado a El se la diera a ellos, que allí donde El estuviera, ellos fueran con El, y que así como Jesús era Uno con el Padre, ellos fueran Uno con el Hijo y el Padre.
Otro de los principales misterios de la festividad cristiana, es el que menciona Lutero: “Este es el misterio de las riquezas de la gracia divina por los pecadores; porque por un maravilloso cambio nuestros pecados son ahora no nuestros sino de Cristo, y la justicia de Cristo no es suya, sino nuestra”.
Sólo aquel que haya participado radicalmente (en espíritu y en verdad) alguna vez de la Santa Cena, de la Unión Indivisa que Dios tiende hacia nosotros, de la maravillosa “sustitución que Dios emprende a favor nuestro” (Kart Barth), puede comprender el verdadero sentido de estas palabras. Y éste don sólo es otorgado al que cree y al que participa en la Comunidad (Ecclesia): es allí donde ocurre y se consuma la fiesta del Nuevo Pacto (el pacto testado con la sangre y el cuerpo de Jesús, nuestra Santa Cena).
“En cada Eucaristía estamos allí: estamos en la noche en que fue traicionado, en el Gólgota; ante el sepulcro vacío, el día de Pascua, y en el cenáculo, donde se apareció; y estamos en el momento de su venida, con ángeles y arcángeles y toda la compañía de los cielos, en el pestañear de un ojo, al último sonido de la trompeta. La comunión sacramental no es una pura experiencia mística frente a la cual, como incorporada en la forma y materia del sacramento, la historia sería en última instancia irrelevante; está vinculada a una memoria corporativa de los acontecimientos reales. La historia ha sido elevada a lo suprahistórico sin cesar de ser historia” (C.H. Dodd).
A su vez, esta unión hipostática de Dios con nosotros y de nosotros con Dios, se nos manifiesta en las palabras del predicador, en las canciones que cantamos, en las faltas que confesamos interiormente, en la convicción de pecado y el anhelo de justicia que sentimos: en la celebración del culto, no es el predicador el que habla, sino Dios a través de él, y no somos nosotros los que cantamos y participamos, los conscientes de nuestro pecado, sino el Espíritu Santo que opera en nuestro interior. Es el Espíritu que gime dentro nuestro, y que nos hace confesar: Ven, Señor Jesús (Apocalipsis 22:20).
Este milagro (participar en la Unidad de Jesucristo) que constituye la misma génesis y perdurabilidad de la comunidad cristiana, allende los cambios epocales por los que pasa el hombre, es la verdadera fiesta cristiana, la celebración en la que el creyente puede estar confiado que formará parte (virtual y física) de ella hasta que la última y gran fiesta termine de reunir a todos en Todo.


NOTAS

(1) No es nuestra intención meternos en la eterna discusión de los estudiosos tradicionalistas (Guénon a la cabeza) entre lo exotérico y lo esotérico de las religiones. Esa discusión es válida para todas las religiones del mundo menos para la cristiana. El cristiano sabe, por medio de la fe, que por aceptar a Jesucristo y Su Sola Gracia, está salvado para siempre de lo exotérico (los hábitos comunes- vulgares- de los feligreses en la celebración religiosa) y de lo esotérico (los conocimientos y luces solamente dados a los iniciados, a la élite, previamente seleccionada vaya uno a saber por qué clase de demiurgo); que su sola profesión y acción cristiana lo eximen de justificarse delante de los fundadores de religiones y sabios de este mundo.

(2) Bautistas y pentecostales se caracterizan por considerar el Pan y el Vino como símbolos, no como Presencia Viva de Jesucristo- Lutero-, ni como Carne y Sangre del Redentor- teología católica-.

lunes, 1 de febrero de 2010

Franz Rosenzweig, el lugar del Otro.




Dejar que el otro
el que nunca escucho
ni estimo
hable
para poder hallar
desconocida perla de mí
en esa alteridad.

De remota hacerla cercana
y arrimarle una banqueta
para intercambiar diferencias
pareceres sutilezas mundos
que la gelidez del yo aparta de otros mundos
no menos congelados ni autistas.

De dos hacer uno
ameba del lenguaje
volverme yo otros
y así advertir
que el páramo más llano
ofrendándome
puede habitarse.