lunes, 8 de agosto de 2016

La Pasión Según Charles Mingus



Hay en la música de Charles Mingus una fuerza sobrenatural, prometeica y titánica, que la vuelve única en la música del siglo veinte.
Si pensamos en el papel fundacional que cumplió Duke Ellington entre los años treinta y cuarenta, como compositor y orquestador, no quedan dudas de que, entre finales de los años cincuenta y principios de los sesenta- la época dorada del género-, ningún otro músico tuvo la capacidad prometeica de proveer al universo del jazz un caudal de creaciones tan vasto y enriquecedor como lo hizo Charles Mingus, un autodeclarado discípulo de Ellington*.
El gigantismo titánico de Mingus es una montaña de cuatro picos: su instrumento, el contrabajo, una enorme caparazón  de madera y cuerdas como tendones, que siempre pastorea el rebaño orquestal, ya sea el de un sexteto, un septeto o una big band. El contrabajo de Mingus siempre está haciendo algo más que marcar el compás, siempre suena adelante de todo, sube y baja, desestabiliza, quiebra los tiempos, los reconstruye.
El propio Mingus, un sujeto genial, soberbio y de una bipolaridad que claramente influyó en su música, era de una corpulencia análoga a la de su instrumento, destacándose en su robustez entre la multitud orquestal.
El salvajismo orquestal de sus temas, pletóricos compases en 6/8, relecturas deconstructivas del blues, del bebop, del swing, del cool y hasta del third stream, llevó al jazz a un exotismo selvático y tupido de florescencias que marcan un punto de quiebre en la escritura del género (temas dentro de temas: el sólo ejemplo de Open Letter To Duke alcanza para demostrar como en una suite de seis minutos, Mingus puede desarrollar tres temas concatenados con absoluta maestría).
Luego de este registro vendría: o la improvisación libre, puramente atonal- ya agotadas las formas armónicas del género, que el propio Mingus construyó hasta su agotamiento-, o el sinfonismo, como respuesta tradicionalista al atonalismo aleatorio provocado por el free jazz -cuyo mayor ejemplo lo constituye esa obra monumental e inacabada llamada Epitaph, del propio Mingus-.
Dos de los saxos tenores más agresivos y dotados que diera el jazz: Booker Ervin y Roland Kirk, se contaron entre los acólitos más obedientes al barroco espíritu mingusiano. Basta con oír el vibrato salvaje y disonante de Booker Ervin para comprender por qué Mingus le dio un espacio de tanta preponderancia en sus big bands. Lugar que supo ocupar en algunas ocasiones otro vibrato desaforado: Eric Dolphy.
Un factor irreemplazable en el brazo orquestal-elefantiásico de Mingus es la permanente presencia del trombón de Jimmy Knepper, ese cuerno grave, plomizo y circense, que está presente en las formaciones más reducidas de Mingus, desde las sesiones para quinteto de The Clown -una de sus mejores formaciones- en adelante.
Mingus prescindió, salvos escasas excepciones- de inclasificables solistas, como Ted Curson, Richard Williams o Clerence Shaw- de las estridencias agudas que provoca la trompeta en el timbrado de un ensamble. La masculinidad sinfónica de su música está en las antípodas del lirismo desgarrador de trompetistas eximios como Booker Little, Miles Davis o Art Farmer.
Por último, sólo una percepción prometeica y titánica de lo que es la música, como si se tratara de una sinfonía de Mahler, llevó a que Mingus editara cuatro álbumes, con composiciones originales en cada uno de ellos, en el año 1959: Mingus in Wonderland primero, Blues and Roots, después, y tan luego Mingus Ah Um, y un poco más tarde Mingus Dinasty. A propósito: nótese la continua autorreferencialidad en los títulos de sus álbumes, otro rasgo de un cíclope celoso, que marca su vasto territorio alcanzado.
Nótese más aún que al menos dos de estos discos (Blues and Roots, y Mingus Ah Um), podrían figurar entre los cincuenta o sesenta álbumes más logrados en la historia del jazz de cualquier lista que se precie de idónea.
Esa hazaña de la desmesura tuvo un precedente. El año 1957, cuando grabó cinco discos: The Clown, Tijuana Moods, Mingus Three, East Coasting, y A Modern Jazz Simposium of Music and Poetry, un disco en donde el único simposio que acontece es el del vasto espíritu mingusiano.
1963 fue el año en que realizó por última vez una maratón semejante, año que podríamos considerar como el último de su etapa de mayor fecundidad.
Para el sello Impulse grabó los discos The Black Saint And The Sinner Lady, Mingus Mingus Mingus Mingus Mingus, y Mingus Plays Piano.
Y después el silencio. Excepción hecha al sexteto con el que giró por Europa con Eric Dolphy en el año 64 y a las continuas giras que dio al siguiente año. El silencio que lleva a crisis depresivas, internaciones psiquiátricas, desalojos, desocupación. Seis años donde no pisa un estudio de grabación, y un documental, en 1968, en el que se lo ve, junto a su pequeña hija, tiroteando a escopetazos el departamento que desocupará al día siguiente.
Bipolaridad o subibajas del genio: editar en ocho años, entre 1955 y 1963, veintún álbumes. Uno mejor que el otro. Uno más desafiante que el otro.
Tribulaciones de un hombre que es consciente de su genialidad que, lejos de encumbrarlo, como a Coltrane y a Miles Davis, lo aleja del dinero, de la fama y el reconocimiento: seis años, entre el 64 y el 70, en el que ese espíritu vasto, profundo y oscuro como un océano, decide hacer silencio.
Después, la recapitulación y los prescindibles -como en casi todo el jazz- años setenta.
Pero esa ya es otra historia, de la que un solo disco guarda el pregusto del titanismo mingusiano: Let My Children Hear Music. Su primera respuesta sinfonista a la hecatombe provocada por el free jazz.
Nietzsche escribió una vez: "El desierto crece ¡Ay de aquel que alberga dentro de sí desiertos!". La frase, por razones más que obvias de exponer, se convirtió en uno de los lemas espirituales de una época baldía. Que la obra de Mingus haya crecido en medio del páramo mezquino y minimalista del siglo, ofreciendo su selvática madreselva musical, no es otra cosa que el signo de un oasis incrustado en el centro del desierto. No un espejismo alucinador, un oasis en el centro del desierto.



* A propósito de la pertenencia de la música de Mingus al orbe ellingtoniano, es llamativo escuchar el único disco en el que maestro y discípulo colaboraron (Money Jungle, 1962), para advertir cómo la fuerza silvestre y descomunal de Mingus como intérprete termina desarreglando los delicados temas de Ellington, reubicando al mismo Ellington en un papel como pianista que por momentos resulta desorbitante. Aquí, como ocurre en tantas ocasiones en el jazz, un género de reescrituras y reconstrucciones, uno termina preguntándose, quién es el maestro y quién el discípulo.