lunes, 2 de mayo de 2016

Bill Evans, el último clásico de la modernidad

Si el jazz es, tal como yo lo interpreto, el fenómeno estético
más original del siglo veinte, la música de Bill Evans es, entonces, el último intento- cronológicamente hablando- y el más refinado de todos, por anclar esta nueva forma de arte a la tradición cultural de Occidente.
Es difícil poner en palabras para un admirador de Bill Evans lo que significa, siquiera nominalmente, su música; tal vez porque, dentro del amplio universo del jazz, su música es un hecho estético autónomo, que atraviesa la historia del género ensamblándolo con absoluta originalidad a las raíces de la música culta europea.
El llamado third stream, una tentativa teórica por abrir una tercera vía entre el jazz y la música académica, no resulta más que un hecho de manual ante los verdaderos alcances a los que sometió al jazz la música de Bill Evans.
En un arte eminentemente rupturista como lo es el del jazz, Bill Evans viene a significar la continuidad. En un género por naturaleza deconstructivo, Bill Evans es la reconstrucción. En una música de las desproporciones, el desenfreno improvisador y la africana atonalidad rítmica, la música de Bill Evans es proporción áurea, armonía, concisión y equilibrio.
Es por ello que al segundo o tercer disco editado (Portrait in Jazz o Explorations, pongamos por caso), Bill Evans ya cargaba con el destino de ser un clásico, en el sentido etimológico e histórico del término: enseñar un camino directo, sin desvíos, hacia la belleza y la verdad, alejado de toda incontrolada pasión.
En un siglo que ha celebrado la vanguardia y la ruptura por sobre cualquier otra metodología estética, no conozco otro triunfo, consumado hasta sus últimas consecuencias y celebrado con absoluta discreción (You Must Believe In Spring, 1977), como el de Bill Evans, el último clásico de la modernidad.