sábado, 20 de octubre de 2012

Sobre lo eidético del arte sagrado


  El arte sagrado expresa una forma- morfé-, que va más allá de la forma entendida como tal. ¿A qué nos referimos? a que el arte sagrado manifiesta, junto con la forma aparente, el sentido y la finalidad- telos- de dicho arte.
Si bien todo arte posee estrictamente una morfé objetual (aunque esa forma, a posteriori, puede carecer de un sentido y de una finalidad, y se vuelve entonces de-forme), en el arte sagrado, esta forma sustancial deriva de una forma ideal (eidos). Sólo el arte sagrado y trascendental lleva delante de sí una teleología, así como la religión es continuada por una escatología.
Si bien telos proviene del ámbito de la lógica griega del Liceo, donde enseñaba el estagirita, y el eschatón proviene del ámbito de la religión paulina, el arte sagrado contiene en sí tanto una teleología que lo hace razonable, no incoherente (es decir, tiene un sentido de pertenencia y una razón de ser), como también posee una escatología, ya que todo arte sagrado, entendido como se entiende en Occidente- bajo la raíz de la teología cristiana-, ha de anunciar las realidades últimas, y por tanto, será un instrumento que comunique el Kairos de Dios con el Cronos del mundo, la eternidad con el tiempo, la duración con el fin. Por todo esto, el arte sagrado permanece en la dialéctica de lo in-tem-poral, ya que vive en el tiempo pero fuera del tiempo, celebra lo sagrado en lo profano, pero, a su vez, gime con gemidos indecibles, por la llegada del Reino de Dios entre los hombres: el fin de la historia que consuma el eschatón.
Retomando la vieja cuestión aristotélica de la pertenencia de toda morfé al eidos, que el mismo Platón en sus Diálogos ya había postulado, podríamos decir que el arte secular, es decir, casi todo el arte que hoy día existe en nuestro mundo, está encerrado en la cárcel de la materia; no puede trascenderse hacia un eschatón ni mucho menos hacia un eidos, ya que carece de toda finalidad teleológica y de un fin simbólico y fundamental (su triste naturaleza le permite solamente el autismo de la autorreferencia, por una consecuente impugnación hacia toda tradición, ya sea formal o espiritual: sólo puede hablar de lo que él es, no de dónde viene ni hacia dónde va). Para nuestra época, al decir de Ezra Pound, es mucho más provechoso y efectista padecer "la mendacidad, que parafrasear a la tradición". Nuestro arte actual, cosmopolita, vanguardista y rebelde por naturaleza, no quiere saber nada ni con un origen, ni con un destino o finalidad metafísica. Es pura inmanencia y adoración del objeto material. Muy por el contrario, el arte sagrado, el que vivió durante 12 siglos la Edad Media, presenta una forma particular que siempre se refiere a una forma universal, trascendente y originaria, como los arquetipos platónicos. ¿Podremos ahora entender el por qué de tantos cuadros, músicas y libros hueros, informes, y carentes de todo sentido? "La profundidad es la dimensión perdida de nuestro tiempo." (Paul Tillich)



lunes, 9 de julio de 2012

Tesis sobre Macedonio Fernández. Vitalismo Macedoniano

       
                         
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Macedonio es el primer escritor que no nos ha legado una Obra, sino su vida como obra. Sus libros poco interesan en comparación con su singularísima existencia. Prueba de ello es que nos gusta más lo que Borges o Ramón digan sobre Macedonio que los escritos mismos de Macedonio.


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Macedonio es el primer escritor que dedicó toda su vida a contradecir su condición de escritor. No sólo por la manera errante en que siempre escribió, con largas décadas de silencio y con pocos libros llamados a la coherencia. Su vinculación con la literatura o la palabra escrita parece ser conflictiva desde un principio. No sólo se demoró largos años en publicar sino que en su Epistolario confiesa una y otra vez que “su escritura” le parece muy inferior a lo peor que se escribe en la época. Podríamos considerar a Macedonio como el escritor que tendió toda su vida a ser el anti-escritor, cosa que aún hoy día ni los postestructuralistas pudieron conseguir. Esta tesis se desprende de la anterior, ya que considerando su afán por vivir y no por escribir, podemos decir que vida y anti escritura para Macedonio llegarían a ser lo mismo.

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Macedonio es esencialmente poeta. Toda su obra metafísica y estética es pura cháchara, confusa e incoherente. Teniendo en cuenta su ácido humorismo, bien podríamos creer que el propio Macedonio consideraba como un gran chiste toda su obra prosística. No así su poemática, principalmente “Elena Bellamuerte”, donde esboza su teoría de la inexistencia de la muerte, sólo existente en los seres queridos, pero nivelada por la gracia de la Pasión, que es inmarcesible.

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Macedonio es un catalizador de la época, un Sócrates dispuesto tan sólo a crear discípulos. Adelantado a sus contemporáneos y puente de apoyo para los más jóvenes, supo influenciar a los más creativos de la generación martinfierrista (Borges, Marechal, Girondo, Scalabrini). Por ende, y considerando la tesis primera, decir que Borges fue el Platón de Macedonio no sería desopilante, ya que su biografía ha quedado plasmada hasta la perfección en el pequeño prólogo que escribió Borges en 1961 y en varias anécdotas que discurren en sus libros y en los de otros condiscípulos. Macedonio era un impulso socrático y mayéutico para los jóvenes que lo consideraban su maestro.

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La genialidad exclusiva de Macedonio es oral, no escrita. Por ello decíamos en la tesis cuarta que sus libros poco importan, no así lo que sus Homeros digan de él: Borges y Adolfo de Obieta, entre otros, y también lo que Macedonio mismo dice en su Epistolario, que funciona como una suerte de autobiografía.

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Todas las estupideces que ha dicho la crítica argentina de seudo izquierda, progresista y sicoanalítica, en nada colaboran con la obra de Macedonio Fernández, ya que dicha crítica se vio en la necesidad de fundamentar su obra como escritor y no su obra como sujeto existente. Huelga decir que para justificar los aparatos teóricos de la misma crítica, los disparatados escritos de Macedonio fueron apetitosa excusa a su zigzagueante metodología, pletórica en el análisis de los sueños, de los hiper-textos, de los neologismos (cosa de la menos importante a la hora de rescatar a Macedonio) y de la psicología de los personajes. Tan inútil e impermeable es a Macedonio dicha crítica que la frase de C.S. Lewis los pinta de cuerpo entero: “Leen tanto entre líneas que se olvidan de las mismas líneas”.

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Macedonio es uno de los fenómenos más curiosos de la historia de la literatura argentina. Al menos en su pretensión por no trascender como escritor, sino como viviente, es el primer literato que le dice NO a la literatura para decirle SÍ a la vida. Es el superhombre nietzscheano que ya no necesita “rumiar”  para existir, sino simplemente ser lo que es: un gigante que enseña con su vida. En el misterioso camino que ha dispuesto para sus discípulos, ninguno ha sabido siquiera imitarlo (a excepción del inigualable hacedor de silencios que fue Santiago Dabove y acaso también del esquivo Néstor Ibarra), ya que todos siguieron en la mera literatura, copiándola, prodigándola, en vez de darle un cierre, finalizarla, tal como hizo Macedonio.

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Macedonio descreía de la palabra escrita en total proporción a su teoría de la inexistencia del yo. La importancia que el libro, la literatura y el autor tienen para toda la literatura anterior pierde protagonismo ante la verdad de la conversación platónica entre amigos y ante la realidad inigualable de La Pasión.

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Para Macedonio, pensar poco tenía que ver con el morboso afán de erudición que padecen los intelectuales occidentales.  Pensar, para Macedonio era estar en continua actividad mental y meditación, y para eso no eran necesarios miles de libros, sino tan sólo unos pocos, El mundo como voluntad y representación, algún tomo de William James, y la cálida conversación con amigos.

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Lo que buscamos en Macedonio es todo aquello que ningún otro escritor de afanes puede darnos. Acaso puedan gustarnos sus chistes, sus metáforas retorcidas, sus retruécanos, pero no es por estas razones por lo que vamos tras de él. Único ejemplo en la historia de la literatura argentina, seguiremos leyendo y buscando en Macedonio ese palimpsesto oculto que habita en los grandes libros y que muy pocos descubren: la vida que en vez de leerla, merece ser vivida. 

sábado, 26 de mayo de 2012

Macedonio Fernández y el fin de la literatura


Yo he sido ese viejo cínico
que vagaba por los arrabales
buscando el enigma del universo.

Aquel que se detenía
largas horas ante una pava de mate,
o a liar un delgado cigarrillo,
dispuesto a encontrar en las esquinas
una furtiva metafísica.

Ese y algún otro más he sido.

Pero ahora, que ya no creo en la muerte
ni en las vanidades de la literatura,
sólo quiero ser, por unas tardes más,
un hombre común y sencillo,
consagrado al ínfimo dios de lo cotidiano.

lunes, 2 de enero de 2012

Sobre las bibliotecas personales

A lo largo de mi vida, he tenido la posibilidad de conocer a varios bibliófilos, la mayoría de ellos gracias a mi fortuita condición de librero, de la que renegué durante los años de ejercicio y que hoy miro con cierta nostalgia.
Lo que durante años me ha llamado la atención de este pequeño rebaño de “raros”, es que muchos de ellos se jactaban de su farragosa biblioteca que, en algunos casos, llegaba a extenderse hasta el caos.
Recuerdo dos clientes de la librería en la que trabajé, ambos, casualmente, abogados y diputados, pero muy diferentes entre sí. Uno de ellos contaba con una biblioteca de ¡cuatro mil quinientas primeras ediciones argentinas! (principalmente de Editorial Sur) e internacionales también.
El otro, acaso mucho más barroco y exagerado (el hombre había sido diputado peronista), poseía una biblioteca de unos treinta y cinco mil volúmenes. La cifra, es cierto, era exagerada aún para los más diletantes bibliófilos y coleccionistas, pero el hecho no deja de ser llamativo y de responder, tal vez por la dilatación del ejemplo, a un problema que es intrínseco a la condición del coleccionista y que, según creo, está en franca oposición a la condición del verdadero lector.
Acaso por mi procedencia económica de clase media suburbana, acaso más aún por la educación protestante que mis padres me dieron, obligado a poseer lo poco, siempre me llamó enormemente la atención el espécimen de biblioteca llamado “coleccionista”, “bibliófilo”, o simplemente “lector voraz”, porque todos esos ejercicios tienen mucho que ver con el fetiche de la mercancía, con la adoración del objeto, o con el desenfrenado deseo de conocer siempre más, pero poco tienen que ver con la intelectualidad, o la pasión estética.
Siempre consideré dos ejemplos como canónicos: el de Borges y el de su maestro Macedonio Fernández.
El primero, nunca pudo tener una biblioteca de más de dos mil volúmenes, por condiciones económicas, ciertamente (Borges nunca tuvo un trabajo estable ni una posición económica que se tradujera en la compra de cantidades industriales de libros), pero también por condiciones edilicias. El departamento que ocupaba en la calle Maipú, en la zona de la plaza San Martín, no era amplio, y, por lo que me cuentan quiénes lo pudieron visitar, no había demasiado espacio, más allá de su pequeña biblioteca.
El caso de Macedonio Fernández es el más luminoso y genuino. Al igual que el errante Nietzsche, el hombre no poseía una vivienda fija donde establecerse. Los bienes y terrenos familiares eran mantenidos por sus hermanos y cuñadas, que fueron los que cuidaron a los propios hijos de Macedonio, quien, luego de la muerte de su esposa Elena de Obieta, decidió ir a la deriva, errar por pensiones baratas del barrio del Once o de Tribunales, quizá porque la muerte del ser más querido implicaba la penitencia más pesada: la carencia de hogar, el destierro griego (no casualmente Gómez de la Serna comparaba a Macedonio con ese otro vagabundo metafísico que fue Diógenes).
Esta gimnasia lo obligaba a mover con él pocas cosas, dos o tres trajes, un sobretodo para amparar los inviernos porteños, húmedos y hostiles, y algunos pocos libros.
Para Macedonio, pensar poco tenía que ver con el morboso afán de erudición de los intelectuales occidentales; pensar era estar en continua actividad mental y meditación, y para eso no eran necesarios miles de libros, sino unos pocos, El mundo como Voluntad y Representación, digamos, algún tomo de William James, y la necesaria conversación con amigos.
Macedonio no era “lector voraz”, sino relector, la actividad de la relectura, de la reminiscencia platónica (“Conocer es recordar”), le apasionaba más que la “avidez de novedades”, o la puesta en práctica de ser un lector a la orden del día. Su platonismo entonces, él lo admitía, era extremo.
Esta actitud del recordante me parece mucho más cercana al intelecto que la del “lector voraz”, acaso porque todo ejercicio de pensamiento no trata de otra cosa que de recordar el origen, el paraíso perdido en el recuerdo recuperado.
Las calles de la infancia, los primeros ponientes, el primer beso, los días de la escuela, tienen para el espíritu sensible mucho más valor que los días de la madurez, en los que la mitad de la vida se la pasa uno trabajando, y la otra mitad recordando la vacacional infancia.
Somos seres ávidos de lo primario, del origen, y la actitud del relector, del que prefiere recomenzar sobre una misma obra una y otra vez hasta agotar la mayoría de sus fuentes, es una actitud digna del pensar a secas, del retrotraerse hasta el Arquetipo, porque si conocer es recordar, releer es entonces comprender.
Lo que se busca en la relectura es la repetición, curioso fenómeno de la temporalidad que Kierkegaard llegó a calificar como “el tiempo de la eternidad”. Repetición y reminiscencia confluyen en el relector que, a partir del mecanismo de la repetición cíclica de la lectura para absorber todas sus fuentes, adquiere el acceso al Origen del texto y al Arquetipo.
Por otra parte, la acumulación desenfrenada y el caos poco tienen que ver con el pensamiento intelectual y con el arte, a no ser que estemos considerando por arte lo que ocurrió en los últimos cien años. En cambio, la tendencia anterior al mundo que hoy conocemos, y que se remonta hasta los orígenes mismos del hombre, fue la de conservar lo primario, porque el peregrino sólo lleva lo esencial, y la esencia está lejos de los utensilios. Así, el peregrino ruso llevaba con él solamente la Biblia y la Filocalia: cargar con mayor peso hubiera sido una intrusión.
El pensamiento chino lo entendió para la posteridad, allá lejos y hace tiempo: “Poseer infinidad de carruajes es no poseer carruaje alguno”.

San Nicolás, Julio de 2010