A lo largo de mi vida, he tenido la posibilidad de conocer a varios bibliófilos, la mayoría de ellos gracias a mi fortuita condición de librero, de la que renegué durante los años de ejercicio y que hoy miro con cierta nostalgia.
Lo que durante años me ha llamado la atención de este pequeño rebaño de “raros”, es que muchos de ellos se jactaban de su farragosa biblioteca que, en algunos casos, llegaba a extenderse hasta el caos.
Recuerdo dos clientes de la librería en la que trabajé, ambos, casualmente, abogados y diputados, pero muy diferentes entre sí. Uno de ellos contaba con una biblioteca de ¡cuatro mil quinientas primeras ediciones argentinas! (principalmente de Editorial Sur) e internacionales también.
El otro, acaso mucho más barroco y exagerado (el hombre había sido diputado peronista), poseía una biblioteca de unos treinta y cinco mil volúmenes. La cifra, es cierto, era exagerada aún para los más diletantes bibliófilos y coleccionistas, pero el hecho no deja de ser llamativo y de responder, tal vez por la dilatación del ejemplo, a un problema que es intrínseco a la condición del coleccionista y que, según creo, está en franca oposición a la condición del verdadero lector.
Acaso por mi procedencia económica de clase media suburbana, acaso más aún por la educación protestante que mis padres me dieron, obligado a poseer lo poco, siempre me llamó enormemente la atención el espécimen de biblioteca llamado “coleccionista”, “bibliófilo”, o simplemente “lector voraz”, porque todos esos ejercicios tienen mucho que ver con el fetiche de la mercancía, con la adoración del objeto, o con el desenfrenado deseo de conocer siempre más, pero poco tienen que ver con la intelectualidad, o la pasión estética.
Siempre consideré dos ejemplos como canónicos: el de Borges y el de su maestro Macedonio Fernández.
El primero, nunca pudo tener una biblioteca de más de dos mil volúmenes, por condiciones económicas, ciertamente (Borges nunca tuvo un trabajo estable ni una posición económica que se tradujera en la compra de cantidades industriales de libros), pero también por condiciones edilicias. El departamento que ocupaba en la calle Maipú, en la zona de la plaza San Martín, no era amplio, y, por lo que me cuentan quiénes lo pudieron visitar, no había demasiado espacio, más allá de su pequeña biblioteca.
El caso de Macedonio Fernández es el más luminoso y genuino. Al igual que el errante Nietzsche, el hombre no poseía una vivienda fija donde establecerse. Los bienes y terrenos familiares eran mantenidos por sus hermanos y cuñadas, que fueron los que cuidaron a los propios hijos de Macedonio, quien, luego de la muerte de su esposa Elena de Obieta, decidió ir a la deriva, errar por pensiones baratas del barrio del Once o de Tribunales, quizá porque la muerte del ser más querido implicaba la penitencia más pesada: la carencia de hogar, el destierro griego (no casualmente Gómez de la Serna comparaba a Macedonio con ese otro vagabundo metafísico que fue Diógenes).
Esta gimnasia lo obligaba a mover con él pocas cosas, dos o tres trajes, un sobretodo para amparar los inviernos porteños, húmedos y hostiles, y algunos pocos libros.
Para Macedonio, pensar poco tenía que ver con el morboso afán de erudición de los intelectuales occidentales; pensar era estar en continua actividad mental y meditación, y para eso no eran necesarios miles de libros, sino unos pocos, El mundo como Voluntad y Representación, digamos, algún tomo de William James, y la necesaria conversación con amigos.
Macedonio no era “lector voraz”, sino relector, la actividad de la relectura, de la reminiscencia platónica (“Conocer es recordar”), le apasionaba más que la “avidez de novedades”, o la puesta en práctica de ser un lector a la orden del día. Su platonismo entonces, él lo admitía, era extremo.
Esta actitud del recordante me parece mucho más cercana al intelecto que la del “lector voraz”, acaso porque todo ejercicio de pensamiento no trata de otra cosa que de recordar el origen, el paraíso perdido en el recuerdo recuperado.
Las calles de la infancia, los primeros ponientes, el primer beso, los días de la escuela, tienen para el espíritu sensible mucho más valor que los días de la madurez, en los que la mitad de la vida se la pasa uno trabajando, y la otra mitad recordando la vacacional infancia.
Somos seres ávidos de lo primario, del origen, y la actitud del relector, del que prefiere recomenzar sobre una misma obra una y otra vez hasta agotar la mayoría de sus fuentes, es una actitud digna del pensar a secas, del retrotraerse hasta el Arquetipo, porque si conocer es recordar, releer es entonces comprender.
Lo que se busca en la relectura es la repetición, curioso fenómeno de la temporalidad que Kierkegaard llegó a calificar como “el tiempo de la eternidad”. Repetición y reminiscencia confluyen en el relector que, a partir del mecanismo de la repetición cíclica de la lectura para absorber todas sus fuentes, adquiere el acceso al Origen del texto y al Arquetipo.
Por otra parte, la acumulación desenfrenada y el caos poco tienen que ver con el pensamiento intelectual y con el arte, a no ser que estemos considerando por arte lo que ocurrió en los últimos cien años. En cambio, la tendencia anterior al mundo que hoy conocemos, y que se remonta hasta los orígenes mismos del hombre, fue la de conservar lo primario, porque el peregrino sólo lleva lo esencial, y la esencia está lejos de los utensilios. Así, el peregrino ruso llevaba con él solamente la Biblia y la Filocalia: cargar con mayor peso hubiera sido una intrusión.
El pensamiento chino lo entendió para la posteridad, allá lejos y hace tiempo: “Poseer infinidad de carruajes es no poseer carruaje alguno”.
San Nicolás, Julio de 2010
lunes, 2 de enero de 2012
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1 comentario:
éste texto es genial.
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