lunes, 18 de enero de 2010

El Juicio Universal




APOCALIPSIS DEL ARTE


El antiguo apóstol hablaría hoy
de una agónica raza,
pronta a desaparecer, de
genios,

y de unos pocos,
secretos y diurnos,
amanuenses


de Poemas del Amanuense

“El arte debe morir”, clamó sediento el venado azul de Trakl, pero nadie supo escucharlo, y murió de ahogo en el desierto.
Lo mismo pensó Silvia Plath, la dura mañana en que después de servir el desayuno a sus hijos, puso la cabeza en el horno de su cocina. Tamaña revelación debió enloquecerla.
Pienso que, tal vez, en la madrugada del 31 de Octubre de 1517, Martín Lutero no pudo dormir porque esa misma sentencia (profética en él), taladraba su espíritu convulsionado.
“El arte debe morir”, escribió Kierkegaard en su pizarra, en el gris, (como siempre) Octubre de 1842, días antes de romper definitivamente su compromiso con Regina Olsen.
Que el arte debe morir, así como existe y lo entendemos desde hace ya tanto tiempo, también lo creyó el desesperado Van Gogh, sólo, solísimo, en su creatividad perturbadamente religiosa en un mundo ateo y nocturno.

En algún pequeño arrabal de Florencia, distante del mundo y sus edificios, un joven campesino tuvo una vez un sueño, y el sueño transcurría en el Último y Gran Día, y en el sueño había una gran muchedumbre de rostros caídos frente a un estrado, tenaz como el oro y el acero.
En esa algazara, entre el gentío, el joven campesino pudo ver, al desquiciado Nietzsche, echado sobre el suelo, rendido, con los brazos abiertos; también vió al farsante Voltaire, aterrado y de rodillas; y a todos los surrealistas y futuristas de la historia heridos por una herida fatal, y también a Comte y su escuadra positivista y también al otrora demiúrgico Freud y a Lacan, todos desterrados, todos agonizantes. Algo iban a decir, un conjuro, una súplica, cuando el joven campesino se despertó atónito, exaltado, balbuceando una cita: “A mí se doblará toda rodilla, y jurará toda lengua”.