miércoles, 2 de julio de 2014

Allá lejos y hace tiempo




Echado en el pasto, con la frente en el cielo,
regreso al origen. 

Cuando yo era niño gozaba como niño.
Las plazas eran espaciosas como un campo,
y podían hospedar la alegría de cuatro pueblos.
Los simples gorriones eran la sorpresa
en alas más nueva, y cuando llegaban del cielo
los regalos vestidos de hornero,
calandria o zorzal,
la sonrisa me duraba hasta las estrellas. 

La realidad estaba cargada de entidad
y en pleno movimiento. 

Los árboles y las plantas eran dioses callejeros,
y cada adulto tenía la sabiduría necesaria. 

Recuerdo mis caminos de tierra,
y el paso silencioso de las hormigas. 

Gracias doy a las cosas y los seres 
que me hablaron en el alba de aquel hermoso tiempo. 

La infancia es un largo mediodía
en el que nunca atardece. 

                                    
                                                       Quinta Los Ombúes, San Isidro, Agosto de 2013                                                                        
                                            

lunes, 12 de mayo de 2014

Retrato de Alfredo Gobbi, una relectura piazzolliana



En 1966, Astor Piazzolla enfrenta una de las peores crisis de su vida. Desde un plano personal así como estético, el compositor argentino confesará a Alberto Speratti, el autor del primer libro sobre su obra, que aquellos "fueron dos años terribles"[1]
Separado de Dedé Wolff- su esposa durante 24 años- por una atormentada relación que mantuvo con una mujer llamada Norma, será también ese año, al igual que el siguiente, uno de sus períodos de improductividad más sorprendentes. De aquella época sólo sobrevive un pequeño EP, cuando desde 1960, el bandoneonista tenía por costumbre editar más de un larga duración por año[2].

Piazzolla se enfrenta ante una encrucijada. Este período marca un antes y un después en su vida y obra. El Piazzolla anterior a 1966 era uno de los creadores más infatigables que diera la historia del tango desde la década del 40. El Piazzolla que surgiría luego de la crisis de 1966-1967 sería una suerte de ingenioso epígono del anterior; marcado por la búsqueda del éxito comercial y por malas elecciones estéticas y personales. Su música, salvo notables excepciones, no volvería a ser la misma[3]
Es en el medio de esta crisis, que funcionó como una bisagra definitiva, que Astor recuerda a uno de sus maestros, dedicándole una- la más excepcional- de las dos o tres piezas que apenas escribe en esos años.

De Alfredo Gobbi está todo por escribirse, principalmente, porque es uno de los grandes ignorados de la historia del tango. De pocos compositores de tango podríamos afirmar que no tienen una sola página (salvo la del mero biografismo) consagrada al estudio o análisis de su obra; entre ellos, sin duda, figura el violinista.

Alfredo Gobbi quizás haya sido el decareano más exquisito, refinado y melancólico que diera la prolífica generación del cuarenta. Conocedor de las armonías decareanas como pocos, y heredero de la “fuerza” puglieseana, la música de Gobbi significó un puente entre las tendencias rítmicas y melódicas de ambos maestros; operando sobre esa “mezcla milagrosa” nació su obra: ritmo y armonía, fuerza y refinación. 
Aquí podríamos encontrar a uno de los genuinos precursores de Piazzolla, a su vez recordado admirador de Pugliese y De Caro. El famoso empuje rítmico, característico del corte milonguero que Gobbi y su amigo, el pianista Orlando Goñi, introducen como marca registrada en la línea de los bajos del piano durante la década del 40, será readaptado por Piazzolla a su propia escritura musical.  Las obras emblemáticas de Piazzolla se caracterizan por esta reunión contrapuntística de ritmo (un sucedáneo de la agresividad típicamente piazzolliana) y cadencia (apasionadas melodías, casi siempre encarnadas en la ejecución del violín), siendo evidente el funcionamiento de ambos registros en un mismo tema como en la parte cantable de violín al final de Fracanapa, o comportándose aisladamente dentro de una misma obra, como ocurre con los temas A y B de Adiós Nonino, o Lo que vendrá. La violenta marcación rítmica, contenida inmediatamente por un momento de dulzura, ya había sido un objeto de fetichismo en la escritura de Gobbi.

Decíamos más arriba que el bandoneonista recuerda en aquellos difíciles años a uno de sus maestros, Alfredo Gobbi. Quien conozca alguno de los episodios de la vida del violinista no se sorprenderá en demasía. La melancolía retorna a la melancolía, sostienen los neoplatónicos. Es proverbial que en un estado de tristeza, vamos a querer poner un disco de Gardel y no una nefasta y estridente cumbia centroamericana. Cuando estamos en el medio de un jolgorio, nadie solicitará un tema del Zorzal criollo, pero sí surgirán nombres como Celia Cruz o demás tropicalistas.

En su deterioro interior, Piazzolla sólo consigue reescribir la música de Gobbi, el único maestro que encuentra"a la mano" en su tristeza.
Gobbi había fallecido en 1965, apenas pasados los 53 años, entregado al vicio. Quienes lo conocieron cuentan que pasó sus últimos años perdido en el fantasma del alcohol, tocando en pequeños bodegones y bares de mala muerte de Liniers, Mataderos o Pompeya. Del violín romántico del tango, famoso en la década del 40 por su vibrato tan delicado, poco o nada quedaba en las postrimerías de su vida. 
Pasan los años, pero sigue habiendo un halo de misterio sobre la muerte de Gobbi. El alegre y virtuoso bandoneonista Pascual Mamone, a quien tuve la dicha de conocer en su departamento de la calle Irigoyen, a cuadras de Plaza Once, donde falleció hace unos años, me comentó algunos de los episodios finales del violinista: su entrega fiel al vicio no era producto de una trasnochada e inclaudicable bohemia. Al parecer, habría sido víctima de una dolorosa infidelidad, y ya vencido, no encontró otro asidero que la noche y sus consecuencias. Murió de una suerte de pulmonía, una madrugada de mayo en que volvía de tocar de uno de los mentados tugurios, cuando en la pieza de pensión donde vivía, intentó darse una ducha helada en pleno otoño.

Estos tristes hechos, que hoy muy pocos conocen, en su momento no sobrepasaron la intimidad de los amigos y admiradores del violinista. Entre esos amigos y admiradores, estaba el mismo Piazzolla.

Es así que en uno de los más complejos períodos de su vida, Astor sólo compone dos obras: una consagrada al perfeccionamiento de sus sesionistas, titulada Revolucionario, la otra, ahora ya emblemática: Retrato de Alfredo Gobbi. Después de este silencio, un Piazzolla nostálgico como pocas veces lo hubo, repasaría toda la historia del tango en dos largas duración que Polydor editó en ese mismo año (1967). Luego vendría lo que podríamos llamar “el efectismo Ferrer”: el período en que Piazzolla obtendría el reconocimiento que siempre buscó, pero ya no desde su infatigable originalidad.

Retrato de Alfredo Gobbi cuenta con varias virtudes. La primera es que es una hermosa obra, tal vez una de las últimas piezas netamente originales que Piazzolla escribiera para el Quinteto, en la misma sintonía de las maravillosas obras que en distintos registros difundiera el Quinteto Nuevo Tango hasta el EP Melenita de Oro, de 1965. Es además una de las páginas piazzollianas en las que más se luce el violín, que cuenta con al menos tres solos destacables. Otro acierto de esta pieza es su oscuro refinamiento y complejidad: en ella está contenida la escritura típica del homenajeado. Los temas de violín que interpreta Agri consiguen recrear la atmósfera más refinada y excelsa de la orquesta de Alfredo Gobbi, el mismo que a finales del 30 realizaría una de las revoluciones armónicas más profundas en la historia del tango. Conserva a su vez la oscuridad de aquel momento de la vida de Piazzolla -un moribundo se ve reflejado en un muerto-, pero también expone patéticamente los motivos que son convocados en la obra: el devaneo rítmico, casi de marcha fúnebre, del principio (en el bandonéon) y del final (en el canto ralentizado del contrabajo) evocan la muerte de Gobbi, así como los solos de violín encarnan en suavidad y hermosura el talento más natural del “violín romántico del tango”, mientras que el piano, la guitarra y el bandonéon, a lo largo del tema, pivotean de fondo sobre una factura de corte milonguero, fiel retrato gobbiano.

Pocos homenajes de los muchos que ha realizado Piazzolla en su obra son tan verdaderos y enriquecedores como Retrato de Alfredo Gobbi (acaso sólo comparable con su gemelo Vardarito, el otro excepional violín decareano que diera el tango), no sólo por la calidad de la obra que el compositor consagra a la memoria del querido amigo y maestro, sino porque la posteridad ha sido más que injusta con Alfredo Gobbi, excepción hecha a esta enorme obra, que, como ya hemos comprobado, seguramente permanecerá en el espejo de todo lo que es eterno.

NOTAS



[1] “La verdad es que me separé porque una mujer irrumpió en mi vida de una manera tan intensa, tan enloquecida, que me mató. Creo que en parte me arruinó la vida, me arruinó la sensibilidad, todo. Por eso es que escribí Mandrágora. Fueron dos años terribles en los cuales casi no escribí nada.” le confiesa a Alberto Speratti. Acerca de la misteriosa pieza Mandrágora, aclaremos que Piazzolla modificó el título de esta pieza luego de la grabación del emblemático Concierto de tango grabado en el Philarmonic Hall de Nueva York (1965), donde figuraba como Canto de Octubre, una de las obras más profundas y oscuras de aquel álbum.

[2] Recordemos que desde 1960, año en que conforma el Quinteto Nuevo Tango, hasta 1965, año en que se separa de Dedé Wolff, Piazzolla editó 8 álbumes de larga duración (Piazzolla o No? y Piazzolla interpreta a Piazzolla de 1961; Nuestro tiempo de 1962; Tango para una ciudad y Tango contemporáneo, de 1963; Veinte años de vanguardia con sus conjuntos, de 1964; Concierto de tango grabado en el Philarmonic Hall de Nueva York, y El tango, con textos de Borges, de 1965), además de una cantidad antológica de EP´s (Quinto año nacional, de 1960; De vanguardia, de 1961; Con Daniel Riolobos y Héctor de Rosas, de 1962; Bragattísimo, de 1963, con Roberto Yanes, de 1964 y Melenita de Oro, de 1965). Podríamos decir sin ánimos de exagerar que toda la vasta creatividad de Piazzolla puede resumirse en ese lustro.


[3] Salvo escasas excepciones, como las piezas instrumentales- que prefiguran de algún modo las coloraturas del Conjunto 9- que compuso para la incoherente y malograda pieza barroca María de Buenos Aires, cuyos únicos créditos son de absoluta originalidad piazzolliana, o los últimos dos magistrales LP´s del Quinteto Nuevo Tango (Adiós Nonino, 1969, y Concierto en el Teatro Regina, 1970 que, paradójicamente, incluye la mejor versión de la pieza que nos ocupa), o algunas de las más bellas orquestaciones del Conjunto 9, a partir de 1968 Piazzolla no hace más que explotar y reproducir, en algunos momentos con la misma genialidad que ya había demostrado, los mejores momentos creativos de sus primeros años con el Quinteto. Poco podríamos agregar sobre los “años italianos”, o la formación del segundo Quinteto. Cabría también mencionar al excepcional Sexteto de 1988-89, cuya proverbial oscuridad tímbrica, podría haber dado mucho de qué hablar, pero Piazzolla lo deshizo al poco tiempo de conformarlo, sobreviviendo sólo un puñado de conciertos, y dos o tres temas para un disco de estudio que nunca fue. 

lunes, 13 de enero de 2014

Sobre la virtud esotérica del ayuno, una interpretación maniquea


"Desde hace casi veinte siglos, desde la aparición del cristianismo, el maniqueísmo es sin duda lo más maravilloso que la historia espiritual de la humanidad ha producido en el globo terrestre." 
Simone Weil

Quienes hayan leído alguna vez hagiografías de la patrística oriental como la Historia Lausiaca de Paladio de Helenópolis, o la Historia Religiosa de Teodoreto de Ciro, entenderán que una de las constantes del incipiente movimiento monástico iniciado en los confines del desierto egipcio y sirio, a fines del siglo III, es el férreo y vigilante estado de ayuno. Por los testimonios de los monjes coptos y sirios, sabemos que muchos de estos santos anacoretas se excedían en su ideal de renuncia (apótaxis) al punto de pasar extensos períodos en ayunas, años enteros sin bañarse, y décadas sin cambiar su vestimenta. Hoy día nada nos puede resultar más exagerado a nosotros, modernos epicúreos, que la vita ascética planteada por solitarios como Juan de Licópolis, que nunca salía de su ermita, y jamás se le veía más que una mano de bendición suspendida en la pequeña ventana de su celda, o el testimonio del origenista Ammonio que, a fuerza de ser tentado varias veces por el demonio de la lujuria, se enllagó buena parte de su cuerpo con sólidos calientes, para ser objeto de desprecio hasta de los mismos demonios.
¿Cuál fue el motivo que llevó a comportamientos de tanta radicalidad? Sabemos que en el siglo III el Imperio Romano estaba llegando a su estado más lapidario y decadente, y que el espíritu de la época no era más que la corrupción extendida a todos sus niveles.  En distintas partes del mundo, se planteó por última vez, de manera conjunta y autónoma, un ideal de pureza y ascesis que el mundo nunca más iba a volver a presenciar: tanto los neoplatónicos, como los maniqueos, y los monjes coptos y sirios, no aspiraban a otra cosa que a la máxima pureza y renuncia.
Si analizamos cronológicamente los hechos, y mal que le pese al cristianismo y a los neoplatónicos, el primer ideal de renuncia extremo que conocemos en occidente es el que predicó Mani, fundador de la fe gnóstica por excelencia, y muerto en el 276 d.C.
La frase podría rezar así: “Dime quiénes son tus enemigos y te diré quién eres”, ya que la diatriba continua, el odio, la burla y la anulación sistemática que sufrió el maniqueísmo, por parte de sus contemporáneos, buena parte se lo debe a los testimonios de desprecio de Agustín de Hipona, quien durante nueve años profesó la fe maniquea, y del neoplatónico Alejandro de Licópolis. Testimonios que han sobrevivido en el tiempo mucho más que los textos de primera mano de los maniqueos, hecho irrefutable para admitir su carácter de religión perseguida y anulada. Había algo de radical, de absolutamente agresivo en su ideal de ascesis. Para Mani, y para sus electi, sólo era posible acceder a la Luz que rompe con toda Tiniebla, a partir de un perfecto conocimiento (Gnosis) del estado interior del creyente, conocimiento que sólo podía ser sustentable mediante la absoluta renuncia y abjuración de la materia y su mundo. En esto, el monacato egipcio no puede haber recibido mayor influencia. No encontraremos en las primeras generaciones de apóstoles y mártires un predicamento semejante de renuncia y ascesis. De hecho, no va a ser hasta fines del siglo III, cuando ya Mani y sus seguidores estaban propagándose por Asia y Africa, que Pablo el Ermitaño y Antonio Abad van a comenzar sus actividades anacoréticas, y con ellos dará inicio el movimiento monástico del cristianismo oriental. Ya sea por cuestiones geográficas, donde la nueva religión persa pudo penetrar su dogmática subrepticiamente en las comunidades ascéticas de Siria y Egipto, ya fuera porque la interpretación de la ascesis que proponía Mani funcionaba a la perfección con el ideal de renuncia que los monjes encontraban en Elías y Juan Bautista, lo cierto es que el incipiente monacato oriental no pudo haber nacido de la nada, sino de los fragmentos dispersos de la ideología maniquea.
En la monumental obra “El monacato primitivo” del benedictino García M. Colombás, encontraremos sendos detalles de todo tipo de prácticas ascéticas, fundamentos, y fuentes de la vida eremítica en los primeros siglos de la cristiandad. Lo llamativo de este volumen es que en las 800 páginas que abarca, el autor no se haya detenido siquiera en un párrafo a semblar el ascetismo maniqueo, al que tanto le debe, al menos indirectamente, el anacoretismo monacal. La división radical entre materia y espíritu, entre cuerpo y conocimiento, no proviene ni de la teología paulina, ni de los escritos del Nuevo Testamento, sino de la cristología gnóstica que los documentos de Nag Hammadi, y las fuentes de la época no hacen más que pronunciar. Desde Agustín a esta parte, para los cristianos, la palabra maniquea no ha tenido más que implicancias negativas.
Para los electi maniqueos, como luego ocurriría con los monjes coptos y sirios, el ayuno es una parte vital de la gnosis y su práctica religiosa. Obligados a ayunar toda su vida, a llevar solamente una prenda por año, a no bañarse, y a no tocar siquiera cualquier tipo de tubérculo, fruto, planta, o animal, para manutención propia (para la teología maniquea, cada tallo que se le arranca a la tierra, es fruto de lágrimas y dolor por parte de la naturaleza. Podríamos afirmar, sin caer en la exageración, que la metafísica maniquea es precursora de la ecología y del cuidado del medio ambiente); los maniqueos no concebían otro modo de acceder al arcano y a su salvación que mediante la más aprensiva renuncia. Pero para ellos, el motivo del ayuno no sólo consistía en un estado de alerta, de no embotamiento de los “errados sentidos corporales”. El maniqueísmo entiende que el cuerpo es depósito de suciedades e inmundicias, y el ayuno completo, una vía de acceso regular para almacenar la menor cantidad de inmundicias.  Ya que resulta imposible para cualquiera pasar la vida entera sin comer ni ingerir agua, el más estricto ayuno es el único modo de acercarnos al Cielo, limpios y sin excrecencias.
Aquí transcribimos uno de los testimonios más claros y evidentes de la interpretación esotérica que la fe maniquea hacía del ayuno, y de la habitación gnóstica del cuerpo.  Mani pasa su juventud en una secta cristiana que tiene por costumbre el bautismo continuo de los alimentos y del cuerpo. Cuando el Iluminado Mani recibe el llamado de su Gemelo, a los 24 años, se enfrenta a uno de los líderes de la secta bautista y lo interpela en cuanto a su curiosa e inútil costumbre de ungirlo todo so pretexto de santificarlo:
“Cuando anulé y abolí sus doctrinas y sus ritos, demostrándoles que lo que profesaban no lo habían tomado de los mandamientos del Salvador, algunos de ellos se maravillaron de mí, otros se encolerizaron e indignados decían: ¿Es que quiere dirigirse a los griegos? Mas cuando conocí sus pensamientos, les dije con benignidad: Este bautismo con el que bautizáis vuestros alimentos de nada sirve, pues este cuerpo es sucio y fue moldeado a partir de un molde de suciedad. Ved cómo, cuando alguien purifica su alimento y lo toma una vez bautizado, se nos evidencia que de él todavía surgen sangre, bilis, gases, excrementos vergonzosos y suciedad corporal. Pero si alguien conservase su boca lejos de esta alimentación durante unos pocos días, de inmediato todas estas excreciones de vergüenza y hediondez desaparecerán y faltarán en el cuerpo. Y si ése de nuevo tomase alimento, así ellas abundarían otra vez en el cuerpo, de modo que es evidente que fluyen de la propia alimentación. Y si alguien tomase comida bautizada y purificada, y tomase también no bautizada, es evidente que la belleza y la fuerza del cuerpo se muestran las mismas. Del mismo modo, se observa también que la hediondez y las heces en ambos casos en nada difieren entre ellas, de tal suerte que esa comida bautizada que ha evacuado y eliminado no se distingue de la otra no bautizada.”
No creo que exista una apología del ayuno más taxativa que ésta. Del ayuno, una práctica en todo taxativa. Aquí el Iluminado expone con claridad su doctrina de la ascética, y en parte también evidencia los continuos ataques, rayanos en su póstuma desaparición, que sufrió la Iglesia Maniquea. El ayuno que éstos predicaban ponía, en alguna medida, en ridículo el “tibio” ayuno de los laicos. Ahora entendemos por qué tanto mazdeístas, como árabes, cristianos y judíos se obstinaron en borrar de la historia la compleja dualidad maniquea. La burla de Agustín se volvió en su contra.
El monacato primitivo y los neoplatónicos entendían que la materia era sólo una incómoda sala de espera hasta llegar a la consumación perfecta del Cuerpo Celeste. La disciplina, el retiro, y la austeridad significan el único acceso posible a esta gnosis eterna. El maniqueísmo no hizo más que prefigurar estos rasgos hasta el hartazgo y estirarlos, tensarlos hasta un exasperante estado de desesperación, en el que el cuerpo y el espíritu jamás podrían alcanzar un estado de comunión mutua, un mero y aparente equilibrio.
Cuando a los monjes se les permitía una ablución más o menos diaria, uno de los cuatro tipos de ayunos que el maniqueísmo imponía a los electi consistía en 30 días de abstención, en conmemoración de la fiesta sagrada por excelencia de la Iglesia Santa: el Bema, cuando el Iluminado sufrió su Pasión y Martirio.

“Por su carácter sistemático [el maniqueísmo] es algo más que un mero sincretismo; por su interpretación del cristianismo, al que pretende prolongar, pero superándolo, algo más que una reforma o una herejía cristiana; por la rigidez de sus instituciones y de su organización, algo más que una secta. La pretensión de universalidad de su mensaje y de sus misiones, su actividad, su expansión y su supervivencia tenaz, lo sitúan a un mismo nivel con las restantes religiones, rivales suyas.” (H.C. Puech)
Tipo perfecto de gnosis que no admite medias tintas, el maniqueísmo tal vez hoy nos pueda enseñar el significado de “lo taxativo”, y de las claras e irreconciliables diferencias que existen entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso. En un mundo cuya marea arrastra todos los valores y los principios que nos forjaron como hombres, quizá un poco de dualismo gnóstico no sea tan peligroso para reubicarnos.

Septiembre de 2013