miércoles, 29 de junio de 2016

Historicismo o Clasicismo: la vieja cuestión de la atemporalidad

El revisionismo historicista que propulsaron Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt en los años cincuenta y sesenta significó el fenómeno cultural más complejo y álgido en la historia de la interpretación de la música académica europea.
Teniendo como primer y fundamental teórico al violonchelista austríaco Nikolaus Harnoncourt, el historicismo consignó para la crítica de la música culta el aserto de que toda música antigua, renacentista y barroca, interpretada con anterioridad a los mismos postulados historicistas, no es otra cosa sino un vano intento (decimonónico, romántico o clacisista) por entender el complejo universo de la música antigua. El historicismo pasó de ser una corriente teórica e interpretativa pro-anacrónica a convertirse en una sofisticada moda cultural*.
Un aspecto que el historicismo ignoró desde su misma génesis, es que es un rasgo típicamente moderno de todo revisionismo, barrer con el corpus de teorías que preceden a dicha historización.
Hans Sedlmayr descubrió para la pintura moderna (hecho que se traslada a todo género estético, como la literatura y la música) que, desde el siglo XX, el único sustrato posible para comprender estéticamente al hombre de hoy se da a través de la vanguardia, y sus derivados: la atonalidad, el monólogo interior, la pintura abstracta, etc., en síntesis, el coloquio eterno que gira sin sentido en un estado limbal. Para este tipo de postulados que trazaron a fuego todos los géneros artísticos del siglo pasado, cualquier forma de clasicismo es una instancia baladí, ya superada. Lo último, lo recién llegado, es lo que vale.
Algo parecido ocurrió con los postulados del historicismo, que a fin de cuentas, terminó persuadiendo a la crítica reinante en música académica desde hace cinco décadas, que las únicas versiones válidas para entender a Bach son las "más actuales", las que respetan con la mayor fidelidad posible los instrumentos y tempos de la música barroca, y no las de clasicistas o románticos como Karl Richter o Klemperer, previos a la aparición de las versiones que los historicistas realizaron de Bach. Que las Variaciones Goldberg únicamente válidas para llegar a Bach son las fidedignas de Gustav Leonhardt o Trevor Pinnock, ejecutadas en el clavicémbalo, y no las de Glenn Gould o Wilhelm Kempff, grabadas en el moderno piano.
La crítica y la opinilogía en general nos ha hecho creer algo peor: que es ser anticuado quedarse con la versión de 1959 del Matthäus Passion, de Karl Richter, existiendo dos versiones superadoras cronológica y estilísticamente como las dos de Harnoncourt, o las dos de Herreweghe, o la de Gustav Leonhardt, la de Ton Koopman, y así ad inifinitum- todas las mejores opciones son derivadas siempre hacia las más actuales, a medida que el historicismo va refinando su perfeccionamiento por alcanzar el grado cero de la interpretación más fiel.
El historicismo se ha ido superando desde Harnoncourt, viviendo en la actualidad una tercera generación de revisionistas, entre los que destacan los ingleses Paul McCreesh y John Butt**- ubicados ambos, en su erudición cientificista, en las antípodas de las interpretaciones litúrgicas, cargadas de teología luterana, de Karl Richter-, donde las únicas modificaciones estilísticas para con la primera generación, radican en la desaceleración de los tempi, la utilización de coros con ocho solistas- cuatro para cada coro- y la reducción de la orquesta a un conjunto camarístico de solistas.

El postulado central del historicismo: interpretar la música barroca como lo hacían los músicos de la época, con los tempos, tonalidades y los instrumentos propios de aquel período, se ve refutado por su misma sed filológica de actualización, por la búsqueda constante de un perfeccionamiento novedoso, esa categoría kierkegaardiana tan hija de nuestra época. No estamos sino ante otro caso de la serpiente que se muerde la cola. A fin de cuentas, polémicas como las que sembró el historicismo en el ámbito de la musicología del siglo veinte no hacen sino olvidar un hecho inexorable, que siempre está allende este tipo de discusiones: la atemporalidad del genio. La música de Bach es atemporal, no porque está arraigada a los cimientos de la tradición cultural de occidente, sino porque por su misma estructura, milagrosa complejidad y belleza está fuera del tiempo, es eterna, como la música de las esferas.


* Un aspecto que demuestra que ni los mismos historicistas sospechaban que estas ideas podían convertirse en una corriente mundial interpretativa para músicos y críticos consiste en considerar la propia trayectoria de Harnoncourt: como un destacado violonchelista de la Filarmónica de Viena, mientras alternaba su trabajo como solista, creando a su vez el Concentus Musicus Wien, el primer conjunto que realizó registros discográficos con instrumentos de la época. El mismo Harnoncourt debió aprender a tocar la viola da gamba y veinte años después de formar dicha agrupación, comenzó a alternar el uso del violonchelo por el de su progenitor más antiguo, para luego dedicarse tan sólo a la dirección.
** El Matthäus Passion de John Butt podría considerarse el triunfo absoluto del historicismo en su labor deconstructiva de "reconstruir" la versión original a un conjunto de cámara y unos pocos solistas -OVPP, One Voice Per Part-, que nos remite más a las obras vocales de Poulenc y Schoenberg- de un minimalismo típico del siglo veinte- que al barroco alemán del siglo XVIII.

jueves, 2 de junio de 2016

You Must Believe In Spring, Bill Evans en estado de gracia


Para Don Eugenio Laguzzi, evansiano como yo

Hay en el mapa mental de nuestra memoria ciertas geografías trazadas por objetos, libros, recuerdos, personas, de las que nos cuesta ser racionales y hacer precisiones, dibujar un contorno objetivo sobre ellas para luego, aplicando la mirada del analista, despojado de la pasión y el estupor, realizar la incisión.
Cioran solía jactarse de admirar tanto a Pascal que nunca se había atrevido a escribir una página sobre él. Un extrañamiento análogo al referido es el que me ha provocado Bill Evans desde la primera vez que escuché un disco de él (New Jazz Conceptions, 1956), cuando tenía veintidós años.
Hablar de Bill Evans es para mí, que quede claro, más un esfuerzo que un suave declive por el que se derraman los argumentos y las palabras.
No obstante, he sentido de un tiempo a esta parte que la admiración que despertaba en mí su música, merecía al menos un mínimo reconocimiento en el universo del discurso.

De entre los discos de Bill Evans que, al cabo de los años, se han tornado una suerte de obsesión, ninguno ocupa un lugar de mayor predilección que You Must Believe In Spring (1977).
Lo cierto es que, si mi condición de aficionado no me traiciona, estamos ante la grabación donde el sonido de Bill Evans alcanza un nivel superlativo de lucidez, cristalización y pulcritud (cuando hablo de sonido, hablo en este caso del piano, de ese piano afinado hasta la aseidad que ocupa una de las salas del Capitol Studios, de Los Angeles).
El trabajo de los ingenieros de sonido y de los productores del disco se hace aquí presente, casi como un registro de autor, como en aquellas históricas grabaciones del Englewood Cliffs, el estudio con techos de madera de secuoya donde Rudy Van Gelder comenzó a realizar su segunda etapa como ingeniero de sonido, a principios de los años sesenta.
La acústica de la grabación es prodigiosa no sólo en lo que atañe al piano: el contrabajo de Eddie Gómez y el uso de las escobillas y los platillos de un modo casi imperceptible por parte de Eliot Zigmund forman un coro a tres voces en tono menor de una belleza raras veces vista en la historia de las grabaciones de jazz en estudio.
Si una destreza técnica absolutamente heterodoxa y un manejo percusivo de los agudos llevó a Eddie Gómez y su mano izquierda a una frontera difícilmente superable en la historia del contrabajo, en este disco, Gómez llega a un nivel de expresividad que hasta la fecha, huelga decirlo, no ha logrado superar.
El arte de Bill Evans, al igual que ocurre con el jazz en general, es un arte vivo, donde cada improvisación es fruto de la espontaneidad y de la conexión con el instante que corre, de la unidad que acontece entre la concentración de un músico con su instrumento y con el público que lo rodea. No hemos de extrañarnos si los mejores discos de muchos de los más grandes artistas del género hayan sido aquellos que rescataron la genial espontaneidad de una grabación en vivo, en un sótano, en un teatro o en un festival.
Es por ello que si pocos son los discos de estudio donde Bill Evans alcanza un grado de belleza estimable a la frescura de una sesión en vivo (ahora que escribo pienso en Portrait in Jazz, y en A Simple Matter Of Conviction, un disco que merece con urgencia una reedición y restauración sonora), en ninguna otra grabación de estudio como en You Must Believe In Spring Bill Evans alcanza un estado de gracia donde la cohesión y la opacidad de los temas lo vuelven, acaso, el único álbum conceptual de toda la obra del pianista.
No podría pensar en otro canto del cisne de Bill Evans que no sea éste disco. Por su tersa y oscura melancolía, su tempi cantabile continuamente regular, por su coherencia interna llevada hasta la exasperación, por la brillante exposición de los voicings y los acordes en bloque tan característicos de su última etapa, Bill Evans estaba realizando con esta grabación un testamento espiritual y conclusivo: luego de esto no quedaba mucho más por hacer.
Ajeno como siempre lo fue en su vida a todas las modas que sufrió el jazz luego del modal y el post bop, es al menos llamativo que un disco de semejante clasicismo y refinamiento fuera grabado en 1977 y recién viera la luz cuatro años después.
Tiendo a creer que Bill Evans sospechaba que su música estaba destinada a la atemporalidad típica de todo lo que se vuelve clásico, es por ello que un disco de este calibre no puede más que enseñarnos lo que es la verdad, la mesura y la belleza.
Valgan estas palabras para remover de la zona de las pasiones irracionales mi afección por la música de Bill Evans.



POSTDATA

Para el público argentino, ésta grabación tiene la particularidad de ofrecer una de las dos o tres versiones más logradas del único standard de jazz compuesto por un sudamericano, el tema Sometime Ago, de Sergio Mihanovich (las otras dos versiones que recuerdo son la del cuarteto de Jim Hall y Art Farmer, del disco Interaction, de 1963, y la del quinteto de Gerry Mulligan con Zoot Sims, del álbum Something Borrowed, Something Blue, de 1966, una estupenda grabación que nunca -repito, nunca- ha sido editada en CD, y que registra el único trabajo de estudio de Eddie Gómez con Gerry Mulligan).
La otra particularidad, que al menos a mí me resulta patética, es que el disco finalice con el famoso tema de la serie MASH (digo finaliza, ya que como en muy pocas ocasiones, la publicación de los alternate takes de la reedición del año 2003 no agrega nada a la tan eficaz unidad temática del álbum), que el último trío de Bill Evans -con Marc Johnson y Joe La Barbera- tocara en decenas de ocasiones en teatros de todo el mundo. La particularidad de éste tema es que su título completo reza: Theme From MASH (AKA. Suicide is Painless).
Es sabido que las únicas dos composiciones de Bill Evans en este disco están dedicadas a las dos personas más cercanas en su vida: su hermano Harry y su compañera durante once años Ellaine, ambos suicidas, por cuestiones que no vienen a colación referir.
Queda a criterio del lector sospechar si fue un acierto o no de los productores incluir el título completo del tema MASH ("el suicidio es fácil") en un disco de una tonalidad semejante.