viernes, 4 de enero de 2013

Sobre René Guénon, el develador de arquetipos


I
Podemos ubicar el olvido de  los arquetipos, o su total desconocimiento, desde los mismos inicios de la filosofía griega. Para los griegos posteriores a la generación de Platón, el Arquetipo ya era una incógnita sólo accesible a los iluminados que lograran salir de la caverna. Con el correr del tiempo, el interés por las verdades esenciales se iría diluyendo en comentarios de comentarios, la revelación directa pasaría a ser un asunto muy lejano en el tiempo, allá en  los arcanos de la Grecia presocrática.
Hasta la época del iluminismo, la filosofía, dependiente de su madre, la teología, buscaba descifrar el contenido de las verdades eternas, desde la misma pregunta por Dios hasta el sentido póstumo de la finitud. Todos han hecho intentos más o menos dignos, pero acaso nadie con excepción de Platón haya podido entender el verdadero contenido del Eidos.
A medida que nos alejamos de esa época histórica, los conceptos que la filosofía maneja hoy día parecen indiferentes a la pregunta por la verdad. Los hombres de la actualidad, entregados con afán a la materia y sus derivados, poco o nada comprenden de estos asuntos.
La historia del espíritu europeo es la historia de un prolijo libro en prosa, en el que los temas y subtemas, aclaraciones, notas al pie, addendas y comentarios son más importantes que el contenido del libro y su mensaje.
Como un rayo que protesta contra la oscuridad de la noche, a principios del aciago siglo veinte, René Guénon se propuso la tarea de devolverle a la filosofía, o al pensamiento, su primigenio sentido metafísico. Volvió a plantear preguntas ya olvidadas, y a dar con la clave en algunos asuntos que desde los presocráticos no veían luz. La tarea, es cierto, fue monumental, y hasta en algún punto acabó con la vida de Guénon, muerto a los 60 años, cuando muchos lo consideraban tan inmortal como un dios o una idea. Pero los fragmentos que nos ha legado de esa verdad última, accesible al hombre de espíritu dispuesto, pueden sernos de lumbrera en el cénit de la aciaga noche occidental.

II
Cuando Guénon retrotrae a nuestra oscura época el sanatana dharma, la tradición perenne y eterna, está poniendo en el centro de atención de occidente la importancia en comprender y conocer la verdad, perdida tras los rastros que alguna vez dejara Platón: hablamos de la reconstrucción del espíritu tradicional.
Huérfano desde sus remotos inicios culturales, el hombre europeo nunca estuvo directamente en contacto con “la tradición” que, como Guénon nos enseña, proviene de las antiguas culturas de oriente. Debido a esta orfandad ontológica, la noción de arquetipo (esto es, la representación ideal, perfecta y espiritual de los objetos verdaderos del mundo), viene a conformar- no a reemplazar- lo que para este lado del mundo es la verdad metafísica.
El estudio de los componentes, la pasión microscópica y el afán clasificatorio, ya groseramente implementado por Aristóteles, el teólogo de la escolástica, hizo olvidar al hombre occidental aquello que debía comprender y conocer por sobre todas las cosas. Es por esto que el propósito de Guénon- devolverle a la mirada occidental el sentido de la tradición y de la verdadera metafísica- no puede resultar menos que monumental.
Regresarle a occidente su sentido originario y perenne trajo aparejados veinticinco siglos de silencio. Semejante hazaña requería una consecuencia. Desde el lejano Egipto, anquilosado en el tiempo, Guénon podría retomar con calma los viejos elementos de la tradición, distante de la turba y el ajetreo de la urbe europea, donde el silencio y la meditación son un tesoro recóndito.

III
Es en el pasible desierto donde el profeta verá con mayor nitidez, como Juan Bautista, los hechos acontecidos y lo por venir.
Como un Lao zi remontando sobre la tierra incivilizada, Guénon debe marchar hacia los arrabales del mundo, y tomar distancia, para comprender el error europeo.
En El Cairo, bajo la apariencia exotérica de un ortodoxo y convencido musulmán sunita, protegido de un mundo furioso y suicida, Guénon puede observar con claridad a un mundo en ruinas, que ha perdido su sentido y los mínimos valores que cualquier civilización centrada posee.
Europa, la que antaño fuera la virgen luminosa, devino en una senil ramera que cedió sus últimos valores al mejor postor. Y Guénon, al igual que Goethe, comprende que el mejor postor siempre es y será el diablo.
El olvido del arquetipo sume al espíritu occidental en una aporía, en un sistema autoconciente, solipsista y cerrado en sí mismo, con su formulario de preguntas y respuestas ya resuelto de antemano y sin ningún tipo de intercambio dialógico con la verdad metafísica, ni mucho menos con una cultura alternativa, la islámica, digamos, la taoísta, o la hindú (aquí radica la explicación de por qué la filosofía, entendida como el idealismo alemán de Kant y Hegel, o el empirismo inglés de Hume, o el nihilismo pesimista de Nietzsche y Schopenhauer, es en realidad un sistema de pensamiento absolutamente europeo, no universal, que no entra en diálogo ni presupone ningún otro tipo de verdad que la de la religión racionalista que profesa esta misma filosofía).
El gran error del olvido del arquetipo es que horizontaliza el símbolo. Lo desacraliza, lo vuelve una respuesta al alcance de cualquier hombre listo.
La historia de Europa será entonces la historia de un prisma roto, de un camino que no conduce a ninguna parte. Indiferente ante Dios, el hombre europeo, cartesiano y nihilista, verá en el cielo un asunto de la astronomía y en la religión un conjunto de supersticiones populares. La carencia de esencias conlleva a un aplanamiento del espíritu, relegado ahora a los alimentos terrestres que provee el racionalismo.

IV
Contrariamente a lo que muchos de los autores tradicionalistas suponen (Guénon entre ellos, que tenía una simpatía casi fantástica por el catolicismo tomista, al que le atribuía una supuesta catena aurea con la metafísica oriental, que hacía de esta tradición europea la única que se pudiera entender como tal en occidente), el cristianismo medieval no hizo más que continuar el trayecto iniciado por el materialismo aristotélico y culminado con la filosofía racionalista moderna. Fueron los palimpsestos del catolicismo romano, el seudo Dionisio, Erígena, Maister Eckhart y Gregorio Palamas, los portadores de este espíritu tradicional universal, y no el aristotelismo escolástico del gran y moroso edificio de Tomás de Aquino.
El mismo cristianismo que intentó funcionar como una fuerza civilizatoria a partir del espíritu, con la teología patrística, primero, y el posterior desarrollo de la escolástica, no hizo más que colaborar en la racionalización del arquetipo (de la esencia y del espíritu) y en la subsecuente institucionalización secular de algo tan inefable como la iglesia. La pasión clasificatoria y especulativa ocultó a los muchos la vía mística, el apofatismo y la tradición.
Dionisio Aeropagita, Eckhart, Dante, Böehme y algunos pocos más, realizaron un camino alternativo a la prosa que europa iba entretejiendo. Pero para ellos también habría un precio que pagar. Expulsados de sus tierras, perseguidos, condenados por herejes, occidente siempre luchó por aniquilar todo vestigio de la tradición, y con ella, a los hombres que la estimaran por encima de todo.
Tras las huellas que dejaron aquellos hombres de excepción, pudo Guénon continuar con una sigilosa e ininterrumpida cadena iniciática, que se remonta a los orígenes de la humanidad misma.

V
El veredicto guenoniano es rotundo. El único modo de poder rescatar a la presente época de sus escombros, será mediante un regreso a los orígenes, donde se halla prístino a ser develado, el arquetipo, la realidad metafísica; impugnar el presente y anhelar un luminoso mañana, cuando el cierre del ciclo de a luz una nueva época.
Sólo hombres dispuestos a dejar atrás todas las comodidades del mundo en busca de la verdad serán los testigos de este fin que todas las civilizaciones tradicionales predijeron y que pronto veremos cerner sobre nuestra atribulada época.
"Si occidente posee todavía en sí mismo los medios de retornar a su tradición y de restaurarla plenamente, está en obligación de probarlo" (R. G., "Oriente y Occidente")