lunes, 2 de mayo de 2011

Enrique Delfino, compositor de tango


Poco se ha escrito sobre Enrique Delfino. Los aficionados tangueros cantan sus canciones, algún que otro trasnochado cuando trasunta el arrabal silba sus atardecidos tangos, pero casi nadie reconoce al autor de las melodías más profundas y melancólicas de la historia del tango. De no ser por el éxito de Milonguita, casualmente una de sus no mejores creaciones, Delfino correría el albur de esos músicos desconocidos que sólo unos pocos especialistas conocen.
Pero los hombres de espíritu sensible reconocen la entereza creadora y genial de Enrique Delfino.
Pertenece con justicia a esa selecta cofradía de genios esotéricos que sólo los iniciados pueden admirar y perseguir. Los criterios musicales de las obras de Delfino son simples, pero inadmisibles para cualquier otro compositor que no haya sido el mismo Delfino. Él supo crear y sustentar un universo propio, poblado de sus provincias grises, sus ciudades nocherniegas y sus antiguas leyendas, es decir, fue un creador cosmogónico.
Utilizó los elementos de las grandes tradiciones de la música europea y las decodificó a los sencillos rudimentos de la música popular.
Con la canción francesa e italiana realizó el complejo trasvasamiento de darle al tango, que no salía de su encierro rítmico, una melodía preciosista que antes había sido impensada para una música portuaria y quejumbrosa.
Es decir, no sólo incluyó las armonías de la música europea sino que también las rediseñó, adaptándolas al lenguaje musical de Buenos Aires. A su vez, es imposible pensar en la posterior revolución decareana sin el aporte tanto de Cobián como de Delfino. Unos años anterior a Fresedo y a Cobián, los grandes melodistas del tango, Delfino le da una nueva estructura (de dos partes de 16 compases cada una) al desarrollo musical del tango, que luego se volverá canónico para el tango canción, agregándole armonías, tonalidades y facturas melódicas que luego ensancharán aún más Juan Carlos Cobián y Francisco de Caro.
Toda renovación formal en el tango hubiera resultado irrealizable sin el aporte del compositor de Sans Souci.
Escuchando sus obras, se percibe como un aire de queridas lejanías, de un ayer suave y delicado. Los grises melódicos de sus canciones no miran hacia adelante, sino, como todo el tango, hacia un pasado mejor; los recuerdos del colegio, de la infancia, los primeros amores, y la bohemia juvenil bien podrían poblar sus melodías, mismos elementos que años después reavivarán los hermanos Fresedo, fieles continuadores de la línea iniciada por Delfino.
Toda la obra de Enrique Delfino tiene un clima refinado y añejo. Su melancolía no es fortuita, sino esencial, íntegra, pero no quejumbrosa. Las cadencias largas nos llevan a otra época y a otro mundo. Nos hace pensar como Delfino mismo pensaba y miraba la vida. Con esa melancolía empañada por un suave sentido del humor.
Sans Souci, Belgique, Recuerdos de bohemia, Palermo, Lucecitas de mi pueblo, Griseta (acaso el mejor acompañamiento en letra, junto con Claudinette, que llevó su música) desentrañan en el oyente una ternura cómplice con la del creador, nos trasladan a su universo y nos dejan un sabor delicado en el espíritu, como si hubiéramos percibido la fragancia de una rosa, como un caminar sobre un pasto fresco y crecido, o como beber un licor ligeramente dulce y cálido a la garganta.
Las metáforas que digo pueden resultar arbitrarias, pero es la única manera que encuentro de expresar con imágenes claras lo que despierta en mí la música de Enrique Delfino.
Las experiencias pueden variar, pero el sabor, reitero, es el mismo.
Es por ello que para una reconsideración responsable y seria sobre su obra es necesario olvidar por un buen tiempo las letras que llevaron sus composiciones. Tal vez como en ningún otro caso en toda la historia del tango, cuya letrística es inevitable para entender su atmósfera, en Enrique Delfino, como dice el adagio, las palabras sobran.
Considerar su obra musicalmente de manera unilateral, nos conducirá al verdadero Delfino, al que nunca debimos olvidar.
Debemos a unos pocos, Pompeyo Camps, por ejemplo, Cátulo Castillo, y a las grabaciones caseras en solos de piano de Delfy, que en 1966 realizara Julián Centeya, el comienzo de esta nueva y renovadora mirada sobre su obra.
Será tarea de investigadores, pero principalmente de los sibaritas, no volver a olvidar las delicadas melodías del “compositor de los tangos más tristes”.