lunes, 9 de julio de 2012

Tesis sobre Macedonio Fernández. Vitalismo Macedoniano

       
                         
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Macedonio es el primer escritor que no nos ha legado una Obra, sino su vida como obra. Sus libros poco interesan en comparación con su singularísima existencia. Prueba de ello es que nos gusta más lo que Borges o Ramón digan sobre Macedonio que los escritos mismos de Macedonio.


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Macedonio es el primer escritor que dedicó toda su vida a contradecir su condición de escritor. No sólo por la manera errante en que siempre escribió, con largas décadas de silencio y con pocos libros llamados a la coherencia. Su vinculación con la literatura o la palabra escrita parece ser conflictiva desde un principio. No sólo se demoró largos años en publicar sino que en su Epistolario confiesa una y otra vez que “su escritura” le parece muy inferior a lo peor que se escribe en la época. Podríamos considerar a Macedonio como el escritor que tendió toda su vida a ser el anti-escritor, cosa que aún hoy día ni los postestructuralistas pudieron conseguir. Esta tesis se desprende de la anterior, ya que considerando su afán por vivir y no por escribir, podemos decir que vida y anti escritura para Macedonio llegarían a ser lo mismo.

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Macedonio es esencialmente poeta. Toda su obra metafísica y estética es pura cháchara, confusa e incoherente. Teniendo en cuenta su ácido humorismo, bien podríamos creer que el propio Macedonio consideraba como un gran chiste toda su obra prosística. No así su poemática, principalmente “Elena Bellamuerte”, donde esboza su teoría de la inexistencia de la muerte, sólo existente en los seres queridos, pero nivelada por la gracia de la Pasión, que es inmarcesible.

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Macedonio es un catalizador de la época, un Sócrates dispuesto tan sólo a crear discípulos. Adelantado a sus contemporáneos y puente de apoyo para los más jóvenes, supo influenciar a los más creativos de la generación martinfierrista (Borges, Marechal, Girondo, Scalabrini). Por ende, y considerando la tesis primera, decir que Borges fue el Platón de Macedonio no sería desopilante, ya que su biografía ha quedado plasmada hasta la perfección en el pequeño prólogo que escribió Borges en 1961 y en varias anécdotas que discurren en sus libros y en los de otros condiscípulos. Macedonio era un impulso socrático y mayéutico para los jóvenes que lo consideraban su maestro.

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La genialidad exclusiva de Macedonio es oral, no escrita. Por ello decíamos en la tesis cuarta que sus libros poco importan, no así lo que sus Homeros digan de él: Borges y Adolfo de Obieta, entre otros, y también lo que Macedonio mismo dice en su Epistolario, que funciona como una suerte de autobiografía.

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Todas las estupideces que ha dicho la crítica argentina de seudo izquierda, progresista y sicoanalítica, en nada colaboran con la obra de Macedonio Fernández, ya que dicha crítica se vio en la necesidad de fundamentar su obra como escritor y no su obra como sujeto existente. Huelga decir que para justificar los aparatos teóricos de la misma crítica, los disparatados escritos de Macedonio fueron apetitosa excusa a su zigzagueante metodología, pletórica en el análisis de los sueños, de los hiper-textos, de los neologismos (cosa de la menos importante a la hora de rescatar a Macedonio) y de la psicología de los personajes. Tan inútil e impermeable es a Macedonio dicha crítica que la frase de C.S. Lewis los pinta de cuerpo entero: “Leen tanto entre líneas que se olvidan de las mismas líneas”.

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Macedonio es uno de los fenómenos más curiosos de la historia de la literatura argentina. Al menos en su pretensión por no trascender como escritor, sino como viviente, es el primer literato que le dice NO a la literatura para decirle SÍ a la vida. Es el superhombre nietzscheano que ya no necesita “rumiar”  para existir, sino simplemente ser lo que es: un gigante que enseña con su vida. En el misterioso camino que ha dispuesto para sus discípulos, ninguno ha sabido siquiera imitarlo (a excepción del inigualable hacedor de silencios que fue Santiago Dabove y acaso también del esquivo Néstor Ibarra), ya que todos siguieron en la mera literatura, copiándola, prodigándola, en vez de darle un cierre, finalizarla, tal como hizo Macedonio.

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Macedonio descreía de la palabra escrita en total proporción a su teoría de la inexistencia del yo. La importancia que el libro, la literatura y el autor tienen para toda la literatura anterior pierde protagonismo ante la verdad de la conversación platónica entre amigos y ante la realidad inigualable de La Pasión.

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Para Macedonio, pensar poco tenía que ver con el morboso afán de erudición que padecen los intelectuales occidentales.  Pensar, para Macedonio era estar en continua actividad mental y meditación, y para eso no eran necesarios miles de libros, sino tan sólo unos pocos, El mundo como voluntad y representación, algún tomo de William James, y la cálida conversación con amigos.

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Lo que buscamos en Macedonio es todo aquello que ningún otro escritor de afanes puede darnos. Acaso puedan gustarnos sus chistes, sus metáforas retorcidas, sus retruécanos, pero no es por estas razones por lo que vamos tras de él. Único ejemplo en la historia de la literatura argentina, seguiremos leyendo y buscando en Macedonio ese palimpsesto oculto que habita en los grandes libros y que muy pocos descubren: la vida que en vez de leerla, merece ser vivida.