lunes, 3 de octubre de 2011

El Emboscado



El amanuense
atiende,
levanta la vista,
atiende
y escribe:
“no es tarea
el otro.
Necesidad es.”

Y lo que
el amanuense,
el visionario,
done,
en palabras
convertidas en manos
enlazadas con
otras manos,
dóciles.
Todo hacer del amanuense,
el hacedor,
todo empeño,
para que el lector
deje de ser
esa viuda estéril
que recibe las ofrendas diarias,
conmiserativas,
para no morirse de hambre.
Empujarlo
al bosque
Será
salvarlo.

De Teoría del Amanuense, Ed. Alción, 2011

martes, 2 de agosto de 2011

Conversaciones sobre poesía. Entrevista de Martin Palacio Gamboa para un semanario de Morón



Martín Palacio Gamboa: ¿Cómo y cuándo surge en vos la necesidad de expresarte a través de la palabra escrita?

Ezequiel Ambrustolo: La necesidad de escribir responde a un llamado ontológico. En mi caso particular, desde niño siempre tuve la necesidad de plasmar en palabras sentidos suprasensibles de la realidad que en algún punto me excedían, y lo siguen haciendo. Es el estupor por lo bello y lo verdadero, que Platón descubrió para todos los occidentales.

M.P.G: ¿Qué es lo que te decide a la hora de escribir qué tipo de forma textual vas a utilizar?

E.A: La poesía siempre colabora con esa concepción de lo suprasensible, o en todo caso con la vieja idea de plasmar en palabras lo maravilloso de la naturaleza, el Eidos platónico. Uno utiliza la herramienta de la palabra como un artesano utiliza la madera para crear una silla. En nuestro caso, y debido a estas correspondencias, la poesía siempre tendría que tender hacia formas bellas, armónicas y normales por lo cual la mitad, sino todas las corrientes vanguardísticas de los últimos siglos demuestran, gracias a estas leyes, su carácter huero e insignificante en tanto arte. Es decir, se puede leer un poema incoherente pero nadie puede sentarse en una silla a la que le falta una pata. Este principio de lo normal tendría que aplicarse también al arte, así al menos lo entendieron los antiguos.

M.P.G: En la Antigüedad la lírica, que abarcaba la poesía y la narrativa (epopeya), tenía una función educativa, didáctica, más popular. Luego el poeta de la “modernidad” se separó de esta función. ¿Cómo ves en el mundo actual la relación entre literatura y sociedad? ¿Crees que el escritor debe cumplir un rol social?

E.A: Creo que la pregunta por la paideia formativa en el niño de la antigüedad y la época clásicas responde a un conjunto de normas en las que la sociedad se correspondía en un todo armónico y jerárquico. Suena romántico esto último pero no por ello carece de verdad. El ayo de los griegos no sólo era un pedagogo en las grandes artes clásicas como la música y la poesía; también tenía a su cargo la educación espiritual del niño. Eso se perdió cuando las jerarquías se horizontalizaron y el mundo quedó como la planicie o Wasteland eliotiana. Hoy día, plantear un escritor que cumpla con un rol social es algo tan absurdo como pedirle a las democracias que funcionen como tales. Los significados y los símbolos se han tergiversado, y en un mundo de empresas, cálculos y cosmopolitismo ¿qué lugar puede ocupar el Xenos griego, el poeta adivinador, el artista demiúrgico? Yo creo que lo mejor sería esperar a que esta corriente vulgar termine de llevarse todas las excrecencias, hasta que un orden más genuino tome su lugar. El diablo se muerde la cola. Habrá que esperar eso, con ardiente paciencia.

M.P.G: ¿Qué escritores clásicos admiras en narrativa y en poesía?

E.A: En la época clásica no existía la distinción entre narrativa y poesía. Nadie piensa que Homero fue un novelista. En la distinción platónica de las artes, existía por un lado la música, por el otro las artes dramáticas, que comprendía lo que literariamente hoy entendemos por dramaturgia, y las artes poéticas, donde estaba tanto la epopeya, la poesía, y los grandes libros canónicos de Occidente. Creo que el último libro que obedeció hasta las últimas consecuencias con este género clásico de ordenamiento de las artes fue la Commedia de Dante.
En cuanto a tu pregunta, mi militante extemporaneidad casi me prohibe leer todo lo que provenga de la actualidad. No obstante, mis escritores preferidos podrían ser Mastronardi, Vicente Barbieri, Trakl, Enrique Banchs, Dante, Sedlmayr, Hudson, Coomaraswamy, Kierkegaard, Platón, Eliade, San Juan de la Cruz. Creo que esa es una linda terna de los más queridos.

M.P.G: En un mundo donde la lista de libros, en diarios y suplementos literarios, no habla de los mejores sino de los más vendidos y que muchas veces el lugar no lo ocupa la ficción, ¿es difícil siendo escritor sentir que se ocupa algún lugar? Cuando se escribe, ¿se piensa en un lector ideal? ¿Hasta dónde uno quiere que lleguen sus libros?

E.A: Las tuyas son preguntas cuyas respuestas podrían abarcar todo un tratado. En cuanto a la primer pregunta, creo que el escritor, entendido en el sentido en que yo lo entiendo, partiendo de Platón, y del buen gusto por lo bueno, lo bello y lo verdadero, hoy no puede ocupar ningún lugar en esta sociedad, al igual que el sacerdote, el santo o el asceta. Su lugar es el desierto, clamar en el desierto, como Juan Bautista, y en todo caso, ofrecer un foco alternativo al modo de vida actual. Cuando se escribe, en mi caso, siempre se piensa en un lector ideal. Sería lindo que a uno lo leyera Enrique Banchs o Carlos Mastronardi. Siempre pienso en mis grandes escritores como mis posibles lectores. Ello, claro está, nunca podrá ocurrir. En cuanto a la tercer pregunta: con mis libros, o con lo que quiero plasmar, tan sólo me gustaría despertar un poco la conciencia del lector, atraer la dispersión y convertirla en un estado de actividad mental sensible, poético, y espiritual. Igual, creo que lamentablemente el lector como tal ha desaparecido desde hace varias décadas. Hoy todos somos poetas, algunos más furtivos que otros.

M.P.G: ¿Qué opinas de los concursos literarios? ¿Crees que de alguna forma los grandes premios ya están arreglados con antelación, teniendo en cuenta algunos hechos que se han sucedido al respecto? ¿Le sirve al escritor participar de estos concursos?

E.A: Mi experiencia me dice que si el estado está infectado por la corrupción menos sutil ¿qué se le puede pedir a un modesto concurso para editar a un lego? Lo que sí, he escuchado que ciertos jueces muy vanguardistas, sólo premian los libros que los alumnos de sus talleres previamente les pasan. Nadie puede sentirse tocado por esta declaración, ya que todos en algún punto queremos dictar cátedra en un taller de poesía. Lo que sí, a estos señores modernos, actuales y vanguardistas, habría que decirles que la corrupción es tan vieja como Matusalén. Que no pequen de clásicos!

M.P.G: ¿Crees que el escritor necesita del reconocimiento? ¿Cómo te sentís vos con relación al halago? ¿Por cuál de tus obras te gustaría que se te recordara?

E.A: Creo que el escritor necesita de un lector que retroalimente su obra. Esto hasta lo he profesado en mis poemas. Ese lector mentalmente despierto que evoqué hace unos minutos, es el que puede completar la obra, pero sólo lo puede hacer el que está mentalmente dispuesto. Creo que en esto el poeta debe ser tan modesto como el artesano, uno siempre tiene que estar dispuesto a la corrección, o a la completud de lo que ha escrito. Recuerdo, no obstante, una anécdota: un crítico de cine más que inteligente de nuestro medio le comentaba a un ya no tan recordado director argentino, que en cierta película francesa que había dirigido en los setenta, había demasiadas escenas escatológicas, penes en primer plano, una relación sexual real que ocupaba veinte minutos de la película, etc, etc, que de acuerdo al valor de su obra cinematográfica, tendría que reeditar ese film y corregir algunas escenas, a lo que el director le respondió: “¿estás loco? Mi obra no puede tocarse en lo más mínimo”. Bueno, este tipo de imbecilidad que excede hasta la misma vanidad, habla muy claramente del corte de artista que habita en el mercado del arte. Creo que me gustaría que me recordaran por haber escrito poesía religiosa o metafísica, pero más por haber intentado defender la Cristiandad en una época de repugnante ateísmo. La imagen del cruzado es de lo más poético que ha labrado el occidente.

M.P.G: ¿Cuáles son tus lecturas en la actualidad? ¿Lees a tus contemporáneos? ¿Cuáles te gustan?

E.A: Lo de los contemporáneos, te habrás dado cuenta, más allá de cierto comentario directo, que no es de mi apetencia. Uno es anacrónico cuando quiere serlo, pero más que nada cuando no le dejan espacio en la actualidad. Creo que el último poeta argentino religioso que he leído fue Jacobo Fijman, en los años treinta, y terminó en un loquero. En fin. Actualmente estoy leyendo a Hermann Broch, asombroso escritor nunca bien valorado, también un libro de Cornelio Fabro sobre el tomismo, y un ensayo de Ricardo Herrera sobre las formas clásicas de la poesía argentina. Este autor actualmente vive, pero justamente no lo calificaría yo de actual.

M.P.G: ¿Crees, como decía Giannuzzi, que en el poema importa más lo que no se dice, “roer el hueso de la palabra”?

E.A: No sé qué quiere significar eso, pero a Gianuzzi lo recuerdo por ser el “periodista” del poema, para algunos fue un genio, a mí me gustaron pocos de sus poemas. En cuanto al hueso, creo que eso es asunto de caninos y carniceros.

M.P.G: En la actualidad se publican muchos libros de poesía, aún cuando “la poesía no se vende”. ¿Por qué crees que se da este fenómeno? ¿Pensás que esto es valioso o la palabra de algún modo nos está devorando?

E.A: Creo más bien lo que vos asentís al final. La palabra, la mala palabra, la mala poesía, el absurdo, nos devora, “el vacío que nos invade” proclama Montale en Las ocasiones. Bueno, creo que la cantidad de mala poesía que se publica es directamente proporcional a la cantidad de malos poetas y escritores que hay hoy día. Una pena, porque si bien menos no es más, tampoco más es más, y mucho menos en este caso. La gran frase de Bécquer “podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía” habría que discutirla entonces hasta asentar posiciones claras ¿Para qué se querrá per se poesía, si ese santo vocablo ha pasado a ser adjetivo para casi todo? A veces pienso que el mejor ejercicio para que exista poesía en el sentido genuino del término, muchos poetas tendríamos que callar, y así, la frase de Gianuzzi tendría entonces un sentido.

Julio de 2011

lunes, 13 de junio de 2011

Teoría del Amanuense



Teoría del Amanuense, Editorial Alción, Mayo de 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

Enrique Delfino, compositor de tango


Poco se ha escrito sobre Enrique Delfino. Los aficionados tangueros cantan sus canciones, algún que otro trasnochado cuando trasunta el arrabal silba sus atardecidos tangos, pero casi nadie reconoce al autor de las melodías más profundas y melancólicas de la historia del tango. De no ser por el éxito de Milonguita, casualmente una de sus no mejores creaciones, Delfino correría el albur de esos músicos desconocidos que sólo unos pocos especialistas conocen.
Pero los hombres de espíritu sensible reconocen la entereza creadora y genial de Enrique Delfino.
Pertenece con justicia a esa selecta cofradía de genios esotéricos que sólo los iniciados pueden admirar y perseguir. Los criterios musicales de las obras de Delfino son simples, pero inadmisibles para cualquier otro compositor que no haya sido el mismo Delfino. Él supo crear y sustentar un universo propio, poblado de sus provincias grises, sus ciudades nocherniegas y sus antiguas leyendas, es decir, fue un creador cosmogónico.
Utilizó los elementos de las grandes tradiciones de la música europea y las decodificó a los sencillos rudimentos de la música popular.
Con la canción francesa e italiana realizó el complejo trasvasamiento de darle al tango, que no salía de su encierro rítmico, una melodía preciosista que antes había sido impensada para una música portuaria y quejumbrosa.
Es decir, no sólo incluyó las armonías de la música europea sino que también las rediseñó, adaptándolas al lenguaje musical de Buenos Aires. A su vez, es imposible pensar en la posterior revolución decareana sin el aporte tanto de Cobián como de Delfino. Unos años anterior a Fresedo y a Cobián, los grandes melodistas del tango, Delfino le da una nueva estructura (de dos partes de 16 compases cada una) al desarrollo musical del tango, que luego se volverá canónico para el tango canción, agregándole armonías, tonalidades y facturas melódicas que luego ensancharán aún más Juan Carlos Cobián y Francisco de Caro.
Toda renovación formal en el tango hubiera resultado irrealizable sin el aporte del compositor de Sans Souci.
Escuchando sus obras, se percibe como un aire de queridas lejanías, de un ayer suave y delicado. Los grises melódicos de sus canciones no miran hacia adelante, sino, como todo el tango, hacia un pasado mejor; los recuerdos del colegio, de la infancia, los primeros amores, y la bohemia juvenil bien podrían poblar sus melodías, mismos elementos que años después reavivarán los hermanos Fresedo, fieles continuadores de la línea iniciada por Delfino.
Toda la obra de Enrique Delfino tiene un clima refinado y añejo. Su melancolía no es fortuita, sino esencial, íntegra, pero no quejumbrosa. Las cadencias largas nos llevan a otra época y a otro mundo. Nos hace pensar como Delfino mismo pensaba y miraba la vida. Con esa melancolía empañada por un suave sentido del humor.
Sans Souci, Belgique, Recuerdos de bohemia, Palermo, Lucecitas de mi pueblo, Griseta (acaso el mejor acompañamiento en letra, junto con Claudinette, que llevó su música) desentrañan en el oyente una ternura cómplice con la del creador, nos trasladan a su universo y nos dejan un sabor delicado en el espíritu, como si hubiéramos percibido la fragancia de una rosa, como un caminar sobre un pasto fresco y crecido, o como beber un licor ligeramente dulce y cálido a la garganta.
Las metáforas que digo pueden resultar arbitrarias, pero es la única manera que encuentro de expresar con imágenes claras lo que despierta en mí la música de Enrique Delfino.
Las experiencias pueden variar, pero el sabor, reitero, es el mismo.
Es por ello que para una reconsideración responsable y seria sobre su obra es necesario olvidar por un buen tiempo las letras que llevaron sus composiciones. Tal vez como en ningún otro caso en toda la historia del tango, cuya letrística es inevitable para entender su atmósfera, en Enrique Delfino, como dice el adagio, las palabras sobran.
Considerar su obra musicalmente de manera unilateral, nos conducirá al verdadero Delfino, al que nunca debimos olvidar.
Debemos a unos pocos, Pompeyo Camps, por ejemplo, Cátulo Castillo, y a las grabaciones caseras en solos de piano de Delfy, que en 1966 realizara Julián Centeya, el comienzo de esta nueva y renovadora mirada sobre su obra.
Será tarea de investigadores, pero principalmente de los sibaritas, no volver a olvidar las delicadas melodías del “compositor de los tangos más tristes”.

sábado, 9 de abril de 2011

Los misterios de Martín Lutero


16 de Octubre de 1517

¿Qué es Dios? ¿Es este ser que me desborda? ¿Esta llama que me incendia? ¿Esta doncella que no me abandona? ¿El sol inmortal bajo mis pestañas? ¿Qué es este Dios del que hablo?... Voy afanoso por los senderos del bosque y descubro alrededor de mí que Dios no es nada de esto (el inefable, el misterioso), pero que es todo lo que digo y no digo; hay una clave, un enigma, una palabra; un Verbo que no alcanzo a descifrar pero que conozco desde el centro de mi corazón, desde hace siglos, desde mi más íntima infancia. La palabra me invade, una visión me atrapa, un arcángel descendió de las esferas celestes y tocó mi boca con un carbón encendido y mi corazón con una espada y un libro bajo mi brazo reveló lo que debo hacer, pero ¡ay Señor! dentro de mí no conozco más que miseria.

jueves, 10 de marzo de 2011

El agrimensor K. decide mi destino



Atado
por los mil nudos
de las Erinias,
imposibilitado
a decir una
sola palabra,
a que otros
perciban su densidad
o textura,
soy esa
embarazosa
cucaracha
de la literatura
que
tras una incoherente
pesadilla
no volvió
a levantarse
del suelo.

jueves, 6 de enero de 2011

Entrada en el desierto, poema póstumo de Carlos Mastronardi


Entrada en el desierto


Dicen que en este lugar he vivido,
pero no reconozco ni personas ni casas,
que si alguna vez miré, se disiparon.
Paso junto a unas puertas y unos patios sin voces,
indescifrables, mudos,
como si los hubiesen dejado en un desierto.

Nada de lo que tuve me espera en este pueblo.
A quién preguntar por aquel árbol
y por aquel jilguero que cantaba
en la serena siesta, si no quedan recuerdos,
y las cosas existen y se afirman
en el pasado mutuo, cuando alguien las comparte
y no se derrumbaron con las almas.

Soy el desconocido, el forastero,
como siempre le ocurre a alguien que retorna
cuando ya se borró lo que fue suyo.
Sólo advierto - quimera y simulacro -
unas sombras ruidosas, unos rostros anónimos.

Quiero saber de aquella madreselva
que era agasajo y sueño de unas tapias
rojizas, vacilantes por el lado del río.
Nadie responde. Llegan los meses agradables
y es otra, sin embargo, esta delicia,
esta luz que en noviembre inspira al pájaro.

Regreso después de años, y me digo
que en los acuerdos íntimos se asienta
la realidad incógnita. No hay señales ni me ampara
esa querida gente que acaso huyó con ella.

Ya no queda ninguna,
ni siquiera enemigos para exaltar el ánimo.
No encuentro el sauce pródigo que me obsequiaba sombra,
ni esa piedra pulida por el tiempo,
ni aquel grillo selvático que esperé muchas tardes.

Yo estaba y era en ellos. Me ayudaron
a cavar el abismo del futuro.
En las cosas me apago,
ya que, agónica y siempre, la versátil sustancia
vacila entre su fin y su principio
en vaivén que consume nuestros días.
Todos han muerto. Espejo sin imagen,
enfrento una penumbra despoblada.

El pasado se adueña de la noche
y anda en el lastimado viento solo,
que al desvelar distancias
sufre un idioma de ladridos pobres.
No hay un alma. Lo extinto reaparece
cuando la vida calla, y se apacigua
para sentir más cerca los ausentes.
Busco una calle, piso unas baldosas,
donde mis lentos pasos no resuenan
y doy con unas casas ignoradas
sin poder recobrarme. Soy ahora el extraño
que ha perdido las huellas del tiempo aquí dejado.
Esperaba un jardín, y miro un páramo.
El mundo real se oculta. Aquí no hay nada.


Poema póstumo, Junio de 1976