sábado, 14 de septiembre de 2013
Historia de la lluvia
De la calle sólo recuerdo su vereda sucia,
cuando el barrio de mi infancia se inundaba
y los niños nos sentíamos a salvo
en ese naufragio que borraba el orden
en que nuestros padres soñaban vivir.
Después vino la lluvia de la adolescencia
en la que todo paisaje ocre era
una romántica invitación al suicidio,
o la presencia húmeda del beso que no llegaba,
o el esbozo para un poema muy triste.
Pasaron muchas lluvias, y los años
acrecentaron la costumbre de repetirme.
Cada temporal, o un día de sol, era igual
a levantarse, trabajar y acostarse,
y detrás el día, que me suplicaba una oda.
Ahora que tengo el espíritu viejo
y las manos cansadas de oración y afán,
sólo te pido, Dios mío, que hagas llover
esta tierra reseca, como en el día del Diluvio,
y que un arco iris me devuelva la inocencia.
viernes, 28 de junio de 2013
Sobre el porvenir de la ornitología, un elogio hudsoniano

Hablar de progreso en la actualidad, al tiempo en que nuestro mundo parece ir día a día hacia el desastre, es hablar casi por exclusividad del progreso que la ciencia moderna sigue alcanzando, merced a sus continuos avances en las técnicas de prolongación de la vida, y a su progresiva tecnificación de la realidad planetaria.
Esto, a primera vista, debería ser un motivo de regocijo. El hombre que, durante tantos siglos desde la Edad Media, había buscado mejorar sus condiciones de vida y su entorno, hoy ha conseguido retrasar en varios años la presencia de su muerte, complejizando los métodos de extensión de sus años vitales y creando una plataforma desde donde vivir lo más cómodamente posible. Pero yendo hacia el fondo de la cuestión, el progreso científico como tal, entendido en términos holísticos, a pesar de lo que la ciencia pretende afirmar, carece por completo de ethos. El concepto de progreso que la ciencia ha llevado a cabo, penoso es decirlo, es meramente formal, implica tan sólo a la evolución de sus herramientas para mejorar su metodología. El hombre, en este caso, quedaría tan sólo en un segundo plano, como una excusa para el mejoramiento de la ciencia como sujeto, y no como predicado en pos del hombre. No caben dudas que las dos teorías científicas más innovadoras del siglo XIX, el positivismo y el evolucionismo, no trabajaban desde un plano ético, sino desde la pura materialidad científica. Resulta preocupante que aún en estos tiempos que corren, casi no se advierta en las currículas de carreras como medicina, biología, o física, materias o seminarios de estimable duración donde se enseñen a los físicos, a los biólogos y a los médicos sobre la importancia del pensamiento ético-filosófico, su historia y su herramienta disciplinar. Entre otras muchas cosas, esto ha llevado a que la comunidad científica de los últimos siglos trabaje en el más absoluto solipsismo, sin ningún tipo de enlace que unifique el criterio humano del hombre con el criterio biológico de la criatura. La concentración de los conocimientos, que desde el Renacimiento ha llevado a la ciencia a una especificidad cada vez más autista, no ha permitido que los científicos consiguieran entender la importancia de otros saberes que le brindaran un soporte “humano” a sus teorías. Así, al mero hecho de prolongar la vida del hombre con diagnosis más claras, medicamentos específicos y técnicas quirúrgicas de avanzada, la ciencia no sabe cómo distribuir demográficamente en la actualidad a una sobrepoblación de ancianos incentivada por la farmacología; sumado esto al progresivo aumento de la tasa de natalidad, fruto del perfeccionamiento de la neonatología y el cuidado de la lactancia. Este prolongamiento de la vejez y el aumento de la natalidad han provocado en los últimos cincuenta años una acelerada explosión demográfica que la ciencia, por sí sola, sin una ética en favor de lo humano, no puede solventar.
Otros avances científicos como el de la física nuclear han sido excesivamente puestos al servicio de la tecnificación y nuclearización del mundo. Que las ciudades industriales estén entrando en un proceso evolutivo de desarrollo técnico cada vez mayor no es un resultado azaroso de la invención humana: desde que la ciencia, con la instauración de la Revolución Industrial, funcionó como un apuntalamiento teórico para la complejización de las herramientas y maquinarias con que trabajaba el hombre, desde el momento en que la comunidad científica comenzó a colaborar más en el mejoramiento de la máquina biológica y menos en la salvación del hombre, la ciencia perdió su sentido primario: mejorar y curar la vida de los seres en el planeta. Como vemos, la falta de diálogo entre disciplinas ha provocado el vaciamiento espiritual de la ciencia moderna. Y es la ciencia, la cabeza de familia del conocimiento actual- la que mayor avances ha logrado en los últimos siglos- quien debe abrir el diálogo a los no científicos.
Por fortuna, tenemos un pequeño ejemplo del que partir hacia un cambio epistemológico, en una de las disciplinas más singulares de la ciencia moderna.
En su misma génesis, y como lo ha demostrado W. H. Thorpe (1979), la ornitología se estableció como un armónico diálogo entre hombres de ciencia y aficionados a la naturaleza. Su metodología científica no fue el solipsismo sino la conversación entre los unos y los otros.
Los primeros ornitólogos, Douglas Spalding o Edward Armstrong, por citar dos de los casos más célebres, no habían estudiado ninguna carrera científica. El primero era hijo de obreros y un simple observador de aves, y el segundo tenía el cargo de párroco en su juventud. No obstante ello, sus estudios etológicos relacionados con el comportamiento de aves silvestres fueron seguidos por grandes científicos como Julian Huxley o F. H. A Marshall, reconocido fisiólogo de comienzos del siglo XX.
¿Podríamos pensar hoy en un aficionado a la astronomía que hiciera un aporte crucial a la astrofísica? Difícil, y no sólo por la concentrada especificidad de un saber como el estudio de los cuerpos celestes.
La ornitología fue entonces la primer disciplina de la ciencia moderna que supo hablar a hombres corrientes y a científicos. Todo lo que éstos reclamaban de vitalismo creacionista o apasionada contemplación, aquellos se lo brindaban con su experiencia de campo; y todo el saber anatómico que poseían los zoólogos era una base fundamental con que cimentar las fichas literarias de los naturalistas.
Aquí hay un rasgo, una excepción dialógica que la ciencia actual debería considerar para sí.
¿Sería entonces descabellado proponer un giro hermenéutico, análogo al de la ornitología, para la ciencia?
El porvenir de la ciencia moderna, si quiere en verdad colaborar en el enriquecimiento de la naturaleza y en la mejora de la vida humana, debería estar en consonancia metodológica con la disciplina que estudia las aves.
Según lo que hemos podido ver, la ciencia- muy a pesar de los esfuerzos de los divulgadores más famosos del mundo- se está alejando cada vez más pronunciadamente de su objetivo primario. La falta de una crítica endémica dentro del campo científico, ha permitido que los especialistas pocas veces se detengan a estudiar los problemas sociales, espirituales y ontológicos que acucian al hombre moderno, y en verdad sólo la unión con el filósofo y el ético permitirá que la ciencia pueda contribuir a que el hombre sea cada vez más humano y menos máquina.
La ciencia, como la ornitología, debería coexistir entre aficionados y científicos. Todo lo que de viviseccionador tiene el científico, de estadista numérico y celular, el aficionado lo tiene de contemplativo ante la naturaleza: lo que no conoce más allá de sus revestimientos aparentes, lo deja en el halo del misterio. Y es esta combinación (entre el Sclatter de laboratorio y el Hudson de campo, en el libro pionero de la ornitología argentina, que ambos editaron en 1888) entre el humilde y el suntuoso, o entre la empiria y la teoría, lo que hace de la ornitología un campo de estudio y de contemplación del objeto nunca antes visto en las disciplinas ásperas y con escaso vuelo de la biología animal y de la ciencia.
Es por esto que la ornitología debería ser fuente de inspiración para las otras disciplinas científicas; fuente de integración y cosmovisión holística entre los amantes y los mesurados. Sin este enriquecedor diálogo, que a fin de cuentas habla del destino del trabajo comunitario que debería emprender todo campo de conocimiento, la ornitología sería tan sólo una ciencia museológica, de laboratorio, de vivisección y taxidermia del objeto de estudio. Sin los detalles poéticos de Hudson, el manual de Sclatter hubiera sido apenas otro tratado de fauna aviaria (no es fortuita nuestra cita hudsoniana: él fue el único escritor- mitad por aficionado, mitad por poeta de la naturaleza- que llegó a enriquecer como nunca antes ni después el campo literario de la ornitología: en él pensamos, cuando hablamos del naturalista y ornitólogo que entendió perfectamente los puentes que tiende la ornitología).
Esta metodología de trabajo comunitario es un aprendizaje que la ornitología, como fenómeno de labor conjuntiva por parte de especialistas y aficionados, le ha deparado a la ciencia. El estudio de las aves no colabora de manera exclusiva para la comunidad científica, abundando los anaqueles del especialista en fichas técnicas y burocráticas, necesarias es cierto, pero carentes de un espacio para la atención de un otro que admira un pájaro y no sabe cómo acceder a ese arcano llamado naturaleza.
La ciencia debería tomar prestado este modelo interdisciplinario. Para llegar a sobrevivir de su letargo espiritual y a/ético, necesita construir un enlace genuino entre el conocedor de ética y el especialista en ciencia, así como la ornitología logró la unidad entre el campesino sensible y el biólogo universitario. Sólo superando el paradigma solipsista, renunciando a la falta de diálogo con otras disciplinas y con hombres comunes, podrá la ciencia egresar de su maldición y de su equivocado predicamento.
Mientras esto no ocurra, la ornitología, sigilosa hermana menor del gran entramado científico actual, deberá continuar dando el ejemplo con su solitaria tarea de hacer puentes entre el hombre sensible y el científico racionalista, de reconciliar la belleza del mundo con la precisión analítica. Pensamos que todas las ramas de la ciencia actual deberían seguir ese mismo camino pionero que realizó hace menos de doscientos años la ornitología, y permitir así que la ciencia se aplique no sólo a curar las enfermedades instrumentales del cuerpo.
El llamado es urgente. La ciencia moderna precisa con exclusividad integrar al hombre común, allende sus conocimientos previos, así como la ornitología lo hizo en su origen, convocándolo a que le otorgue aquellos bienes de los que la ciencia carece. Mirar en el poniente el vuelo de un benteveo (pitangus sulphuratus), o describir el despliegue cazador de ciertos tiránidos son dos aspectos de una idéntica realidad. Es como indicar en un boletín científico los desastres biológicos que sobrevendrán en los próximos años por el exceso de población, y enseñar en los colegios el temprano cuidado del medioambiente.
Deberíamos aprender la lección de la filosofía occidental. En su génesis, Platón propuso para ella el diálogo socrático, la reciprocidad armónica de las partes, y por nunca saber ejercerlo, por preferir ante todo la soledad del monólogo, la filosofía pereció. Ojalá que no ocurra lo mismo con la ciencia, portadora de herramientas para mejorar la salud de los hombres y su ambiente. Al igual que en el discurso platónico, la ornitología que contempla pero también analiza, ha propuesto para la ciencia el desafío del diálogo. El destino del hombre entero, y no sólo el de sus partes biológicas, está puesto en juego.
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W. H. Hudson
sábado, 4 de mayo de 2013
Manuscrito hallado en un libro de Theodor Haecker
Munich, 1921
Kierkegaard me acecha.
No cede
ante mis desvaríos.
Elige
sus palabras, martirios,
para rodearme.
No permite
que caiga ante el crepúsculo,
y nutra la melancolía
(todos esos países paganos del recuerdo).
Kierkegaard me acecha.
Decide
el lugar de mis pasos.
Condena
la mirada
que de la Cruz se desvía.
Mis ojos
de hombre
o ángel caído.
Detrás
de Kierkegaard,
y detrás de Lutero,
es la Escritura,
el mandato interior
lo que acecha.
Theodor Haecker (1879-1945) fue un filósofo, retórico y teólogo alemán, primer- y acaso definitivo- introductor de la obra de Kierkegaard en Alemania. Escribió dos libros sobre la obra del escritor danés: "Kierkegaard y la filosofía de la interioridad" (1913) y "La joroba de Kierkegaard" (1950). Ambos libros abren y cierran la obra entera de este escritor luterano convertido al catolicismo en 1921.
No es casual que la conversión de Haecker ocurriera a sus 42 años. Kierkegaard falleció en 1855, a la misma edad en que Haecker se convierte al catolicismo, y éste es uno de los autores que más sostenidamente ha defendido la tesis de que Kierkegaard, de haber vivido unos años más, se habría pasado al catolicismo. Esta hipótesis debería ser considerada en más de un aspecto. Kierkegaard repudió en sus últimos años la dogmática y eclesiología luteranas. Su cosmovisión ascética lo acerca más al concepto de monacato romano y oriental que a la concepción que el protestantismo tiene acerca de la castidad. En otro aspecto, dos de los más fieles intérpretes modernos de Kierkegaard: Haecker y Erik Peterson, nacieron luteranos y se convirtieron a la Iglesia de Roma a los cuarenta y tantos, convencidos de que la vía kierkegaardiana no conducía hacia otro camino que Roma. Es en este plano que ubicamos el poema imaginario de Haecker.
En otro sentido, no menor, deberíamos considerar que las traducciones kierkegaardianas de Haecker sirvieron como fuente de segunda mano a toda una generación de lectores kierkegaardianos alemanes: Karl Jaspers, Martin Heidegger, Karl Löwith y Theodor Adorno, entre otros.

No cede
ante mis desvaríos.
Elige
sus palabras, martirios,
para rodearme.
No permite
que caiga ante el crepúsculo,
y nutra la melancolía
(todos esos países paganos del recuerdo).
Kierkegaard me acecha.
Decide
el lugar de mis pasos.
Condena
la mirada
que de la Cruz se desvía.
Mis ojos
de hombre
o ángel caído.
Detrás
de Kierkegaard,
y detrás de Lutero,
es la Escritura,
el mandato interior
lo que acecha.
Theodor Haecker (1879-1945) fue un filósofo, retórico y teólogo alemán, primer- y acaso definitivo- introductor de la obra de Kierkegaard en Alemania. Escribió dos libros sobre la obra del escritor danés: "Kierkegaard y la filosofía de la interioridad" (1913) y "La joroba de Kierkegaard" (1950). Ambos libros abren y cierran la obra entera de este escritor luterano convertido al catolicismo en 1921.
No es casual que la conversión de Haecker ocurriera a sus 42 años. Kierkegaard falleció en 1855, a la misma edad en que Haecker se convierte al catolicismo, y éste es uno de los autores que más sostenidamente ha defendido la tesis de que Kierkegaard, de haber vivido unos años más, se habría pasado al catolicismo. Esta hipótesis debería ser considerada en más de un aspecto. Kierkegaard repudió en sus últimos años la dogmática y eclesiología luteranas. Su cosmovisión ascética lo acerca más al concepto de monacato romano y oriental que a la concepción que el protestantismo tiene acerca de la castidad. En otro aspecto, dos de los más fieles intérpretes modernos de Kierkegaard: Haecker y Erik Peterson, nacieron luteranos y se convirtieron a la Iglesia de Roma a los cuarenta y tantos, convencidos de que la vía kierkegaardiana no conducía hacia otro camino que Roma. Es en este plano que ubicamos el poema imaginario de Haecker.
En otro sentido, no menor, deberíamos considerar que las traducciones kierkegaardianas de Haecker sirvieron como fuente de segunda mano a toda una generación de lectores kierkegaardianos alemanes: Karl Jaspers, Martin Heidegger, Karl Löwith y Theodor Adorno, entre otros.
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sábado, 23 de marzo de 2013
El prolongado lamento del Doktor Faustus
Escrita bajo el influjo de la atormentada vida de Friedrich
Nietzsche y del aciago destino alemán durante el régimen nazi, el voluminoso canto
del cisne de Thomas Mann parece más un diario de citas literales y lecturas del "lector Mann" que una novela en clave, como la historiografía de la literatura
nos la ha legado hasta el presente.
Al final del capítulo XXIX de su biografía sobre la vida del
músico y amigo Adrian Leverkühn, el narrador omnisciente Serenus Zeitblom hace
una confesión un tanto aclaratoria acerca del destino de su more extensa
biografía: "El lector me reprochará sin duda que me ocupe de estas
pequeñeces. Las encontrará pueriles, indignas de la letra impresa." Lejos
de ser un comentario fuera de lugar, estas palabras me parece que definen la
extendida bitácora de su aletargada biografía y, claro está, de la novela de
Thomas Mann.
Esta- y ninguna otra- fue la sensación que dejó en mí haber finalizado la lectura de Doktor Faustus. A lo largo de sus demasiado extensas páginas, me
asaltó el mismo sentimiento que me deparó, en su momento, la lectura de La
Montaña Mágica: ¿A este buen señor, le pagaban por cada página que escribía?
Sólo en la lógica de la novelística del siglo XIX se justifican este tipo de
tratamientos tan prolongados, no en el apurado y evanescente siglo XX. Por otra
parte, no entiendo a quiénes afirman que ésta es una de las novelas más
influyentes del pasado siglo. Descontando que, formalmente, La Montaña Mágica
no tiene nada que envidiarle (salvo la profusión indiscriminada de personajes),
y que Muerte en Venecia es a mi criterio su obra más brillante, un relato
trágico que ilumina el drama moderno del ideal erótico-apolíneo, creo que
Doktor Faustus es más un intento de Mann de justificar su ostentoso premio
Nobel que otra cosa. Además ¿es en realidad esta obra la biografía de un
músico, tal como el subtítulo nos lo anticipa? Los sucesos de la vida del mismo
protagonista- Adrian Leverkühn- los resume en una módica cuarta parte de la
obra: el resto es una lánguida caracterización de una galería de personajes que
en realidad son alter egos de intelectuales de la vida alemana de principios de
siglo. El señor Mann no se ve en ningún inconveniente al tomar “literalmente”,
casi hasta el plagio, las ideas de escritores como Franz Overbeck u Oskar
Goldberg para, bajo el disfraz de un personaje con otro nombre, plagar sus
páginas de ¡ideas enteras! y sistemas de pensamiento que no le pertenecen. A
esto habría que agregar que la sección en la que desarrolla la revolucionaria
teoría musical del protagonista- teoría diseñada por ese compositor de carne y
hueso que fue Arnold Schöenberg- pertenecen esta vez sí- en absoluta
literalidad- a cartas que Theodor Adorno le enviara a don Thomas, relacionadas
con el sistema dodecafónico y el atonalismo, y que el señor Mann, una vez más,
se vio en el derecho de reacondicionarlas a la economía de su relato. A
diferencia del Mefistofele de Göethe y de Arrigo Boito, el demonio de Mann
apenas abruma, y en nada asusta. Le ofrece al protagonista la redención mundana
de una docena de obras musicales que en vida del compositor casi nadie va a
reconocer, y en vez de atosigarlo de mujeres, fama y demás perdiciones, propias
de cualquier diablo, hasta el mismo que tienta al Señor Jesús, sólo le da la
inventiva musical y un extendido y monacal anonimato. ¿Puede el diablo
ofrecernos la soledad monacal, o es en verdad Dios quien nos la otorga, como un
don espiritual para renunciar a las bravatas del mundo? ¿Qué buen diablo podría
tentarnos a nosotros, occidentales apasionados y pecadores, con el retiro y la
vida solitaria de los monasterios? A esta contradictio in adjectio habría que
agregar otras más, pero no quiero excederme, para eso ya está el buen señor
Thomas y su voluminosa novela. Lo que quiero manifestar como última inquietud
es: ¿cuán necesario es atiborrar de palabras y de metáforas y de páginas y de
volúmenes una idea o una moraleja, cuando lo que se quiere transmitir puede
caber en un pequeño y embellecido formato, al alcance del que guste y quiera?
Hasta donde yo sé, pocos han tentado este camino mucho más difícil pero de
mayor felicidad, del que encuentro un cabal ejemplo en Der Spaziergang, esa
nouvelle del prosista alemán Robert Walser, el antípoda de don Thomas.
Al parecer, la historia de la literatura moderna se ampara
más en los grandes tamaños y en el reino de la cantidad, que en el verdadero
móvil de todo arte: la vida del espíritu.
viernes, 8 de febrero de 2013
El fin de la Modernidad, Jonathan Georgalis
Y, sin embargo, cada hombre mata lo que ama.
Que todos oigan esto:
Unos lo hacen con mirada torva, otros con la palabra
halagadora;
El cobarde lo hace con un beso,
Con la espada el valiente.
Oscar Wilde: “La balada de la cárcel de Reading”
Lanzan una mirada a los cielos, desde unas ruinas desoladas,
que alguna vez fueron imperios.
El trágico destino de toda época, así como de cada persona,
es conducir ineluctablemente hasta la parodia, todos los ideales y sentimientos
elevados que alguna vez encendieron su pecho e inflamaron su alma de ambiciones
nobles. Respecto a la modernidad, como época histórica diferenciada, no
representa más que un caso particular dentro de la norma general que inscribe
los desarrollos históricos, marco general de los productos humanos.
El redescubrimiento antropológico y el sueño del hombre
universal, arrojaron al hombre por las sendas del humanismo renacentista. La
independencia metafísica del hombre que se sabe libre, y quiere ejercer su
privilegio como un derecho, lanzó al hombre por los acelerados derroteros de la
modernidad. Los ideales de la época serán, desde entonces, la igualdad del
hombre en tanto individualidad portadora de libertad.
La gran tragedia de los
máximos problemas filosóficos radica en el hecho de estar mal planteados. Así
Berdiaeff nos recuerda, respecto al amor, que su problema no radica tanto en la
cuestión de la libertad, sino más bien en la de su esclavitud. El amor, como el
ser, se dice de muchas maneras, algunas de las cuales pueden entrar en
conflicto, por lo que requiere ser desarrollado de acuerdo a una clara
estructura jerárquica de imperio y subordinación de los principios
diferenciados que caen dentro de su dominio. En sentido estricto, no hay amor
donde no se encuentre ni fomente la libertad, los términos corrientes se
encuentran mal planteados y encadenan al hombre en sus palabras. Otro tanto
sucede respecto al problema metafísico de la independencia de la criatura
humana y la libertad.
En efecto, quisiera alguien me explique qué se entiende hoy
por libertad e igualdad, y a qué se refieren concretamente quienes la
reivindican. Respecto a la igualdad, no existe ni natural ni convencionalmente,
en uno de cuyos casos hay injusticia. En efecto, la injusticia radica en no dar
aquello que corresponde, y dados términos naturalmente desiguales, la
desigualdad convencional lesiona el derecho, tanto o más que la igualdad
formal, ya que ésta última nivela lo que la otra, en la mayoría de los casos,
invierte.
De hecho, nuestro sistema social es incompatible con la
igualdad, en sentido profundo. El ideal de la independencia personal arrojó al
hombre hacia su realización mundana. La articulación social de los logros
supone la existencia del mercado donde los individuos transaccionen. El sistema
de las necesidades hegeliano implica una funcionalización social de la
personalidad y la subordinación subsiguiente de la misma al precio de mercancía
con potencial de intercambio. El valor de intercambio corresponde al mundo
objetivado, y en esa escisión respecto al núcleo interior de sustancialidad,
radica un desdoblamiento trágico donde el hombre es lanzado a realizarse en los
caminos de la dinámica correspondiente a un mundo acelerado donde se extravía sin
hallar salida.
El bien de mercado, explota las tendencias humanas más
básicas. Entre ellas la vanidad superficial con su correspondiente afán de
diferenciación asociado, extrañamente, al de pertenencia. Pero ella misma es
solamente capaz de construir una diferenciación superficial, un ornato vulgar
apto solamente para adornar la absoluta homogeneidad constituida en la
sustancia de cada uno de los particulares. El individuo se agita desde dentro,
inquieto, pero su inquietud lo mantiene precisamente lejos de sí al ser
constantemente expulsada centrífugamente hacia la periferia desde su centro. El
núcleo interior de la persona, apresado en el océano social, no es capaz de
asomarse desde sus profundidades, atrapado allí por la tensión superficial de
la frontera de un fluido social homogéneo, que hace las veces de su límite con
el exterior.
Con la aptitud para explotar la diferencia desapareció el
genio. El genio, efectivamente, es un producto occidental, cuya naturaleza en
otra ocasión conviene tratar con más cuidado. Pero su misma existencia supone
la existencia de un caos interior, de contradicciones internas que abren
abismos en la corteza de la sustancia social, desde cuyas profundidades
emergen, como revelaciones fulgurantes a manera de lenguas de fuego, figuras
reveladoras. El genio representa una diferencia distinta, no intelectual ni de
ninguna forma superficial; representa una nueva articulación de la conciencia,
como quería Otto Weinninger, que apunta hacia la revelación, en la
contradicción, de los secretos interiores.
El núcleo más profundo de la verdad es la libertad. Sed
libres, es un mandato evangélico, y el Cristo nos exhorta a serlo a través de
él y de la integración de la universalidad de su sustancia. Esta es la comunión
en la verdad y la vida. Pero aquí la igualdad, en tanto ideal, se torna
homogeneización en la despersonalización. Ahora bien, en el caso de la
libertad, como en el del amor, el problema no será tanto el de la libertad y el
del derecho a su ejercicio, sino más bien el de las exigencias planteadas por
su original esclavitud. El hombre ha de construirse libre, he aquí el sentido
profundo de su existencia; debe formarse a sí mismo bajo el modelo de las
estrellas, con la luz creadora otorgada por Dios a su alma, como marca de filiación.
Pero el hombre por doquier quiere ser libre ¿libre de qué?
¡Que importa eso! Derecho mezquino reclamado por patanes, como bien enseñaba
Zaratustra en la magnifica revelación lanzada por el desafío nietzscheano. La
cuestión a responder ante la esfinge de la libertad es otra ¿libre para qué? De
la respuesta dependerá o no el derecho a ejercitarse en la misma, auténtico
privilegio de los dioses, ya que no de las criaturas encadenadas de este mundo.
Hasta que el hombre no sea capaz de responder claramente a
este interrogante, todas sus determinaciones, supuestamente libres, serán en
realidad un resultado de la ignorancia que desconoce los designios secretos en
la oculta fuente de su causalidad interna. La libertad inquieta reclamada por
el adolescente o la figura burdamente idealizada del rebelde, no es sino fruto
de la idolatría de una época incapaz de creer y pensar de modo adulto. Del
mismo modo que el rebelde, la piedra arrojada por el niño ignora su
determinación a raíz del desconocimiento del impulso impreso a cuya dinámica
responde, inercialmente, en su movimiento.
La reivindicación universalizada de la libertad y la
consideración de la misma como un derecho, antes bien, que como un privilegio,
no hizo sino destruirla en cuanto a su concepto. Si antes era raro encontrar un
hombre libre hoy lo mismo resulta imposible. Del mismo modo que con la
igualdad, el término de la modernidad, nos trajo la figura impostada de los
ideales que en sus principios cronológicos la nutrieron.
Mediante una dialéctica interior ineluctable, la modernidad
destruyó la idea original cuya misión venía llamada a materializar. Todo ideal
demasiado elevado se torna, en su momento, demasiado pesado, para las débiles
espaldas de los hombres. Así, a manera de un nuevo Atlas, busca descargar el
peso de sus hombros en un mundo de fachada. No es extraño que una época vulgar
que desconoce la grandeza se encuentre inmersa en los derroteros de la
intratextualidad que confía ingenuamente en el poder mágico de las palabras y
en su aptitud completa para construir la realidad. La independencia del
Renacimiento soñó crear el gran templo donde ardan los ideales sagrados de la
libertad y la igualdad y, en lugar de ello, sólo fue capaz de construir su
maqueta. El poder de las palabras no es capaz de crear un nuevo mundo cuando
éstas no se encuentran alumbradas por las llamas sagradas del Verbo eterno.
Ante las primeras tormentas de la verdad, el plástico, el cartón y la cartulina
del simulacro idólatra de construcción empieza a resquebrajarse, y no hay
sortilegio que resulte capaz de mantener, ante los hechos, el derrumbe completo
de su impostura.
Semejante tragedia, que asedia históricamente los destinos
humanos como una fatalidad, requiere, al menos, intentar ser aclarada. De
momento no nos encontramos en posición de hacerlo, aunque ello no obsta a
esbozar aquí una sospecha. En esto tenemos mucho que aprender de los poetas y
creemos que, quizás, como la conmovedora balada de Wilde nos enseña, todos los
hombres matan lo que aman, en algún momento de su existencia. Su presencia ha
de ser un testigo perturbador y siempre molesto del fracaso y de la traición a
la que los integrantes de la humanidad parecieran estar destinados. Otro tanto
ha de pasar con las sociedades y las culturas a través de las generaciones, en
ese tribunal del mundo que, según Hegel, constituye la historia. Su juicio
inapelable arde en nuestra conciencia y pesa en nuestra carne.
Jonathan Georgalis
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viernes, 4 de enero de 2013
Sobre René Guénon, el develador de arquetipos
I
Podemos ubicar el olvido de los
arquetipos, o su total desconocimiento, desde los mismos inicios de la
filosofía griega. Para los griegos posteriores a la generación de Platón, el
Arquetipo ya era una incógnita sólo accesible a los iluminados que lograran salir
de la caverna. Con el correr del tiempo, el interés por las verdades esenciales
se iría diluyendo en comentarios de comentarios, la revelación directa pasaría
a ser un asunto muy lejano en el tiempo, allá en los arcanos de la Grecia presocrática.
Hasta la época del iluminismo, la filosofía, dependiente de su madre, la
teología, buscaba descifrar el contenido de las verdades eternas, desde la
misma pregunta por Dios hasta el sentido póstumo de la finitud. Todos han hecho
intentos más o menos dignos, pero acaso nadie con excepción de Platón haya
podido entender el verdadero contenido del Eidos.
A medida que nos alejamos de esa época histórica, los conceptos que la
filosofía maneja hoy día parecen indiferentes a la pregunta por la verdad. Los
hombres de la actualidad, entregados con afán a la materia y sus derivados,
poco o nada comprenden de estos asuntos.
La historia del espíritu europeo es la historia de un prolijo libro en
prosa, en el que los temas y subtemas, aclaraciones, notas al pie, addendas y
comentarios son más importantes que el contenido del libro y su mensaje.
Como un rayo que protesta contra la oscuridad de la noche, a principios
del aciago siglo veinte, René Guénon se propuso la tarea de devolverle a la
filosofía, o al pensamiento, su primigenio sentido metafísico. Volvió a
plantear preguntas ya olvidadas, y a dar con la clave en algunos asuntos que
desde los presocráticos no veían luz. La tarea, es cierto, fue monumental, y
hasta en algún punto acabó con la vida de Guénon, muerto a los 60 años, cuando
muchos lo consideraban tan inmortal como un dios o una idea. Pero los
fragmentos que nos ha legado de esa verdad última, accesible al hombre de
espíritu dispuesto, pueden sernos de lumbrera en el cénit de la aciaga noche
occidental.
II
Cuando Guénon retrotrae a nuestra oscura época el sanatana dharma, la tradición perenne y eterna, está poniendo en
el centro de atención de occidente la importancia en comprender y conocer la
verdad, perdida tras los rastros que alguna vez dejara Platón: hablamos de la
reconstrucción del espíritu tradicional.
Huérfano desde sus remotos inicios culturales, el hombre europeo nunca
estuvo directamente en contacto con “la
tradición” que, como Guénon nos enseña, proviene de las antiguas culturas de oriente. Debido a esta orfandad ontológica, la noción de arquetipo (esto
es, la representación ideal, perfecta y espiritual de los objetos verdaderos
del mundo), viene a conformar- no a reemplazar- lo que para este lado del mundo
es la verdad metafísica.
El estudio de los componentes, la pasión microscópica y el afán
clasificatorio, ya groseramente implementado por Aristóteles, el teólogo de la
escolástica, hizo olvidar al hombre occidental aquello que debía comprender y conocer
por sobre todas las cosas. Es por esto que el propósito de Guénon- devolverle a
la mirada occidental el sentido de la tradición y de la verdadera metafísica- no puede resultar menos que monumental.
Regresarle a occidente su sentido originario y perenne trajo aparejados veinticinco siglos de silencio. Semejante hazaña requería una consecuencia. Desde el
lejano Egipto, anquilosado en el tiempo, Guénon podría retomar con calma los
viejos elementos de la tradición, distante de la turba y el ajetreo de la urbe
europea, donde el silencio y la meditación son un tesoro recóndito.
III
Es en el pasible desierto donde el profeta verá con mayor nitidez, como
Juan Bautista, los hechos acontecidos y lo por venir.
Como un Lao zi remontando sobre la tierra incivilizada, Guénon debe
marchar hacia los arrabales del mundo, y tomar distancia, para comprender el
error europeo.
En El Cairo, bajo la apariencia exotérica de un ortodoxo y convencido
musulmán sunita, protegido de un mundo furioso y suicida, Guénon puede observar
con claridad a un mundo en ruinas, que ha perdido su sentido y los mínimos
valores que cualquier civilización centrada posee.
Europa, la que antaño fuera la virgen luminosa, devino en una senil
ramera que cedió sus últimos valores al mejor postor. Y Guénon, al igual que
Goethe, comprende que el mejor postor siempre es y será el diablo.
El olvido del arquetipo sume al espíritu occidental en una aporía, en un
sistema autoconciente, solipsista y cerrado en sí mismo, con su formulario de
preguntas y respuestas ya resuelto de antemano y sin ningún tipo de intercambio
dialógico con la verdad metafísica, ni mucho menos con una cultura alternativa,
la islámica, digamos, la taoísta, o la hindú (aquí radica la explicación de por
qué la filosofía, entendida como el idealismo alemán de Kant y Hegel, o el
empirismo inglés de Hume, o el nihilismo pesimista de Nietzsche y Schopenhauer,
es en realidad un sistema de pensamiento absolutamente europeo, no universal,
que no entra en diálogo ni presupone ningún otro tipo de verdad que la de la
religión racionalista que profesa esta misma filosofía).
El gran error del olvido del arquetipo es que horizontaliza el símbolo.
Lo desacraliza, lo vuelve una respuesta al alcance de cualquier hombre listo.
La historia de Europa será entonces la historia de un prisma roto, de un
camino que no conduce a ninguna parte. Indiferente ante Dios, el hombre
europeo, cartesiano y nihilista, verá en el cielo un asunto de la astronomía y
en la religión un conjunto de supersticiones populares. La carencia de esencias
conlleva a un aplanamiento del espíritu, relegado ahora a los alimentos
terrestres que provee el racionalismo.
IV
Contrariamente a lo que muchos de los autores tradicionalistas suponen (Guénon
entre ellos, que tenía una simpatía casi fantástica por el catolicismo tomista,
al que le atribuía una supuesta catena
aurea con la metafísica oriental, que hacía de esta tradición europea la única que se pudiera entender como tal en
occidente), el cristianismo medieval no hizo más que continuar el trayecto
iniciado por el materialismo aristotélico y culminado con la filosofía racionalista
moderna. Fueron los palimpsestos del catolicismo romano, el seudo Dionisio,
Erígena, Maister Eckhart y Gregorio Palamas, los portadores de este espíritu
tradicional universal, y no el aristotelismo escolástico del gran y moroso
edificio de Tomás de Aquino.
El mismo cristianismo que intentó funcionar como una fuerza
civilizatoria a partir del espíritu, con la teología patrística, primero, y el
posterior desarrollo de la escolástica, no hizo más que colaborar en la
racionalización del arquetipo (de la esencia y del espíritu) y en la subsecuente
institucionalización secular de algo tan inefable como la iglesia. La pasión
clasificatoria y especulativa ocultó a los muchos la vía mística, el apofatismo
y la tradición.
Dionisio Aeropagita, Eckhart, Dante, Böehme y algunos pocos más,
realizaron un camino alternativo a la prosa que europa iba entretejiendo. Pero
para ellos también habría un precio que pagar. Expulsados de sus tierras,
perseguidos, condenados por herejes, occidente siempre luchó por aniquilar todo
vestigio de la tradición, y con ella, a los hombres que la estimaran por encima
de todo.
Tras las huellas que dejaron aquellos hombres de excepción, pudo Guénon
continuar con una sigilosa e ininterrumpida cadena iniciática, que se remonta a
los orígenes de la humanidad misma.
V
El veredicto guenoniano es rotundo. El único modo de poder rescatar a la
presente época de sus escombros, será mediante un regreso a los orígenes, donde
se halla prístino a ser develado, el arquetipo, la realidad metafísica;
impugnar el presente y anhelar un luminoso mañana, cuando el cierre del ciclo
de a luz una nueva época.
Sólo hombres dispuestos a dejar atrás todas las comodidades del mundo en
busca de la verdad serán los testigos de este fin que todas las civilizaciones
tradicionales predijeron y que pronto veremos cerner sobre nuestra atribulada época.
"Si occidente posee todavía en sí mismo los medios de retornar a su tradición y de restaurarla plenamente, está en obligación de probarlo" (R. G., "Oriente y Occidente")
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Arquetipos platónicos,
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Simbolismo sagrado,
Tradición perenne
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