Y, sin embargo, cada hombre mata lo que ama.
Que todos oigan esto:
Unos lo hacen con mirada torva, otros con la palabra
halagadora;
El cobarde lo hace con un beso,
Con la espada el valiente.
Oscar Wilde: “La balada de la cárcel de Reading”
Lanzan una mirada a los cielos, desde unas ruinas desoladas,
que alguna vez fueron imperios.
El trágico destino de toda época, así como de cada persona,
es conducir ineluctablemente hasta la parodia, todos los ideales y sentimientos
elevados que alguna vez encendieron su pecho e inflamaron su alma de ambiciones
nobles. Respecto a la modernidad, como época histórica diferenciada, no
representa más que un caso particular dentro de la norma general que inscribe
los desarrollos históricos, marco general de los productos humanos.
El redescubrimiento antropológico y el sueño del hombre
universal, arrojaron al hombre por las sendas del humanismo renacentista. La
independencia metafísica del hombre que se sabe libre, y quiere ejercer su
privilegio como un derecho, lanzó al hombre por los acelerados derroteros de la
modernidad. Los ideales de la época serán, desde entonces, la igualdad del
hombre en tanto individualidad portadora de libertad.
La gran tragedia de los
máximos problemas filosóficos radica en el hecho de estar mal planteados. Así
Berdiaeff nos recuerda, respecto al amor, que su problema no radica tanto en la
cuestión de la libertad, sino más bien en la de su esclavitud. El amor, como el
ser, se dice de muchas maneras, algunas de las cuales pueden entrar en
conflicto, por lo que requiere ser desarrollado de acuerdo a una clara
estructura jerárquica de imperio y subordinación de los principios
diferenciados que caen dentro de su dominio. En sentido estricto, no hay amor
donde no se encuentre ni fomente la libertad, los términos corrientes se
encuentran mal planteados y encadenan al hombre en sus palabras. Otro tanto
sucede respecto al problema metafísico de la independencia de la criatura
humana y la libertad.
En efecto, quisiera alguien me explique qué se entiende hoy
por libertad e igualdad, y a qué se refieren concretamente quienes la
reivindican. Respecto a la igualdad, no existe ni natural ni convencionalmente,
en uno de cuyos casos hay injusticia. En efecto, la injusticia radica en no dar
aquello que corresponde, y dados términos naturalmente desiguales, la
desigualdad convencional lesiona el derecho, tanto o más que la igualdad
formal, ya que ésta última nivela lo que la otra, en la mayoría de los casos,
invierte.
De hecho, nuestro sistema social es incompatible con la
igualdad, en sentido profundo. El ideal de la independencia personal arrojó al
hombre hacia su realización mundana. La articulación social de los logros
supone la existencia del mercado donde los individuos transaccionen. El sistema
de las necesidades hegeliano implica una funcionalización social de la
personalidad y la subordinación subsiguiente de la misma al precio de mercancía
con potencial de intercambio. El valor de intercambio corresponde al mundo
objetivado, y en esa escisión respecto al núcleo interior de sustancialidad,
radica un desdoblamiento trágico donde el hombre es lanzado a realizarse en los
caminos de la dinámica correspondiente a un mundo acelerado donde se extravía sin
hallar salida.
El bien de mercado, explota las tendencias humanas más
básicas. Entre ellas la vanidad superficial con su correspondiente afán de
diferenciación asociado, extrañamente, al de pertenencia. Pero ella misma es
solamente capaz de construir una diferenciación superficial, un ornato vulgar
apto solamente para adornar la absoluta homogeneidad constituida en la
sustancia de cada uno de los particulares. El individuo se agita desde dentro,
inquieto, pero su inquietud lo mantiene precisamente lejos de sí al ser
constantemente expulsada centrífugamente hacia la periferia desde su centro. El
núcleo interior de la persona, apresado en el océano social, no es capaz de
asomarse desde sus profundidades, atrapado allí por la tensión superficial de
la frontera de un fluido social homogéneo, que hace las veces de su límite con
el exterior.
Con la aptitud para explotar la diferencia desapareció el
genio. El genio, efectivamente, es un producto occidental, cuya naturaleza en
otra ocasión conviene tratar con más cuidado. Pero su misma existencia supone
la existencia de un caos interior, de contradicciones internas que abren
abismos en la corteza de la sustancia social, desde cuyas profundidades
emergen, como revelaciones fulgurantes a manera de lenguas de fuego, figuras
reveladoras. El genio representa una diferencia distinta, no intelectual ni de
ninguna forma superficial; representa una nueva articulación de la conciencia,
como quería Otto Weinninger, que apunta hacia la revelación, en la
contradicción, de los secretos interiores.
El núcleo más profundo de la verdad es la libertad. Sed
libres, es un mandato evangélico, y el Cristo nos exhorta a serlo a través de
él y de la integración de la universalidad de su sustancia. Esta es la comunión
en la verdad y la vida. Pero aquí la igualdad, en tanto ideal, se torna
homogeneización en la despersonalización. Ahora bien, en el caso de la
libertad, como en el del amor, el problema no será tanto el de la libertad y el
del derecho a su ejercicio, sino más bien el de las exigencias planteadas por
su original esclavitud. El hombre ha de construirse libre, he aquí el sentido
profundo de su existencia; debe formarse a sí mismo bajo el modelo de las
estrellas, con la luz creadora otorgada por Dios a su alma, como marca de filiación.
Pero el hombre por doquier quiere ser libre ¿libre de qué?
¡Que importa eso! Derecho mezquino reclamado por patanes, como bien enseñaba
Zaratustra en la magnifica revelación lanzada por el desafío nietzscheano. La
cuestión a responder ante la esfinge de la libertad es otra ¿libre para qué? De
la respuesta dependerá o no el derecho a ejercitarse en la misma, auténtico
privilegio de los dioses, ya que no de las criaturas encadenadas de este mundo.
Hasta que el hombre no sea capaz de responder claramente a
este interrogante, todas sus determinaciones, supuestamente libres, serán en
realidad un resultado de la ignorancia que desconoce los designios secretos en
la oculta fuente de su causalidad interna. La libertad inquieta reclamada por
el adolescente o la figura burdamente idealizada del rebelde, no es sino fruto
de la idolatría de una época incapaz de creer y pensar de modo adulto. Del
mismo modo que el rebelde, la piedra arrojada por el niño ignora su
determinación a raíz del desconocimiento del impulso impreso a cuya dinámica
responde, inercialmente, en su movimiento.
La reivindicación universalizada de la libertad y la
consideración de la misma como un derecho, antes bien, que como un privilegio,
no hizo sino destruirla en cuanto a su concepto. Si antes era raro encontrar un
hombre libre hoy lo mismo resulta imposible. Del mismo modo que con la
igualdad, el término de la modernidad, nos trajo la figura impostada de los
ideales que en sus principios cronológicos la nutrieron.
Mediante una dialéctica interior ineluctable, la modernidad
destruyó la idea original cuya misión venía llamada a materializar. Todo ideal
demasiado elevado se torna, en su momento, demasiado pesado, para las débiles
espaldas de los hombres. Así, a manera de un nuevo Atlas, busca descargar el
peso de sus hombros en un mundo de fachada. No es extraño que una época vulgar
que desconoce la grandeza se encuentre inmersa en los derroteros de la
intratextualidad que confía ingenuamente en el poder mágico de las palabras y
en su aptitud completa para construir la realidad. La independencia del
Renacimiento soñó crear el gran templo donde ardan los ideales sagrados de la
libertad y la igualdad y, en lugar de ello, sólo fue capaz de construir su
maqueta. El poder de las palabras no es capaz de crear un nuevo mundo cuando
éstas no se encuentran alumbradas por las llamas sagradas del Verbo eterno.
Ante las primeras tormentas de la verdad, el plástico, el cartón y la cartulina
del simulacro idólatra de construcción empieza a resquebrajarse, y no hay
sortilegio que resulte capaz de mantener, ante los hechos, el derrumbe completo
de su impostura.
Semejante tragedia, que asedia históricamente los destinos
humanos como una fatalidad, requiere, al menos, intentar ser aclarada. De
momento no nos encontramos en posición de hacerlo, aunque ello no obsta a
esbozar aquí una sospecha. En esto tenemos mucho que aprender de los poetas y
creemos que, quizás, como la conmovedora balada de Wilde nos enseña, todos los
hombres matan lo que aman, en algún momento de su existencia. Su presencia ha
de ser un testigo perturbador y siempre molesto del fracaso y de la traición a
la que los integrantes de la humanidad parecieran estar destinados. Otro tanto
ha de pasar con las sociedades y las culturas a través de las generaciones, en
ese tribunal del mundo que, según Hegel, constituye la historia. Su juicio
inapelable arde en nuestra conciencia y pesa en nuestra carne.
Jonathan Georgalis
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