viernes, 8 de febrero de 2013

El fin de la Modernidad, Jonathan Georgalis




Y, sin embargo, cada hombre mata lo que ama.
Que todos oigan esto:
Unos lo hacen con mirada torva, otros con la palabra halagadora;
El cobarde lo hace con un beso,
Con la espada el valiente.

Oscar Wilde: “La balada de la cárcel de Reading”

Lanzan una mirada a los cielos, desde unas ruinas desoladas, que alguna vez fueron imperios.


El trágico destino de toda época, así como de cada persona, es conducir ineluctablemente hasta la parodia, todos los ideales y sentimientos elevados que alguna vez encendieron su pecho e inflamaron su alma de ambiciones nobles. Respecto a la modernidad, como época histórica diferenciada, no representa más que un caso particular dentro de la norma general que inscribe los desarrollos históricos, marco general de los productos humanos.
El redescubrimiento antropológico y el sueño del hombre universal, arrojaron al hombre por las sendas del humanismo renacentista. La independencia metafísica del hombre que se sabe libre, y quiere ejercer su privilegio como un derecho, lanzó al hombre por los acelerados derroteros de la modernidad. Los ideales de la época serán, desde entonces, la igualdad del hombre en tanto individualidad portadora de libertad.
 La gran tragedia de los máximos problemas filosóficos radica en el hecho de estar mal planteados. Así Berdiaeff nos recuerda, respecto al amor, que su problema no radica tanto en la cuestión de la libertad, sino más bien en la de su esclavitud. El amor, como el ser, se dice de muchas maneras, algunas de las cuales pueden entrar en conflicto, por lo que requiere ser desarrollado de acuerdo a una clara estructura jerárquica de imperio y subordinación de los principios diferenciados que caen dentro de su dominio. En sentido estricto, no hay amor donde no se encuentre ni fomente la libertad, los términos corrientes se encuentran mal planteados y encadenan al hombre en sus palabras. Otro tanto sucede respecto al problema metafísico de la independencia de la criatura humana y la libertad.
En efecto, quisiera alguien me explique qué se entiende hoy por libertad e igualdad, y a qué se refieren concretamente quienes la reivindican. Respecto a la igualdad, no existe ni natural ni convencionalmente, en uno de cuyos casos hay injusticia. En efecto, la injusticia radica en no dar aquello que corresponde, y dados términos naturalmente desiguales, la desigualdad convencional lesiona el derecho, tanto o más que la igualdad formal, ya que ésta última nivela lo que la otra, en la mayoría de los casos, invierte.
De hecho, nuestro sistema social es incompatible con la igualdad, en sentido profundo. El ideal de la independencia personal arrojó al hombre hacia su realización mundana. La articulación social de los logros supone la existencia del mercado donde los individuos transaccionen. El sistema de las necesidades hegeliano implica una funcionalización social de la personalidad y la subordinación subsiguiente de la misma al precio de mercancía con potencial de intercambio. El valor de intercambio corresponde al mundo objetivado, y en esa escisión respecto al núcleo interior de sustancialidad, radica un desdoblamiento trágico donde el hombre es lanzado a realizarse en los caminos de la dinámica correspondiente a un mundo acelerado donde se extravía sin hallar salida.
El bien de mercado, explota las tendencias humanas más básicas. Entre ellas la vanidad superficial con su correspondiente afán de diferenciación asociado, extrañamente, al de pertenencia. Pero ella misma es solamente capaz de construir una diferenciación superficial, un ornato vulgar apto solamente para adornar la absoluta homogeneidad constituida en la sustancia de cada uno de los particulares. El individuo se agita desde dentro, inquieto, pero su inquietud lo mantiene precisamente lejos de sí al ser constantemente expulsada centrífugamente hacia la periferia desde su centro. El núcleo interior de la persona, apresado en el océano social, no es capaz de asomarse desde sus profundidades, atrapado allí por la tensión superficial de la frontera de un fluido social homogéneo, que hace las veces de su límite con el exterior.
Con la aptitud para explotar la diferencia desapareció el genio. El genio, efectivamente, es un producto occidental, cuya naturaleza en otra ocasión conviene tratar con más cuidado. Pero su misma existencia supone la existencia de un caos interior, de contradicciones internas que abren abismos en la corteza de la sustancia social, desde cuyas profundidades emergen, como revelaciones fulgurantes a manera de lenguas de fuego, figuras reveladoras. El genio representa una diferencia distinta, no intelectual ni de ninguna forma superficial; representa una nueva articulación de la conciencia, como quería Otto Weinninger, que apunta hacia la revelación, en la contradicción, de los secretos interiores.
El núcleo más profundo de la verdad es la libertad. Sed libres, es un mandato evangélico, y el Cristo nos exhorta a serlo a través de él y de la integración de la universalidad de su sustancia. Esta es la comunión en la verdad y la vida. Pero aquí la igualdad, en tanto ideal, se torna homogeneización en la despersonalización. Ahora bien, en el caso de la libertad, como en el del amor, el problema no será tanto el de la libertad y el del derecho a su ejercicio, sino más bien el de las exigencias planteadas por su original esclavitud. El hombre ha de construirse libre, he aquí el sentido profundo de su existencia; debe formarse a sí mismo bajo el modelo de las estrellas, con la luz creadora otorgada por Dios a su alma, como marca de filiación.
Pero el hombre por doquier quiere ser libre ¿libre de qué? ¡Que importa eso! Derecho mezquino reclamado por patanes, como bien enseñaba Zaratustra en la magnifica revelación lanzada por el desafío nietzscheano. La cuestión a responder ante la esfinge de la libertad es otra ¿libre para qué? De la respuesta dependerá o no el derecho a ejercitarse en la misma, auténtico privilegio de los dioses, ya que no de las criaturas encadenadas de este mundo.
Hasta que el hombre no sea capaz de responder claramente a este interrogante, todas sus determinaciones, supuestamente libres, serán en realidad un resultado de la ignorancia que desconoce los designios secretos en la oculta fuente de su causalidad interna. La libertad inquieta reclamada por el adolescente o la figura burdamente idealizada del rebelde, no es sino fruto de la idolatría de una época incapaz de creer y pensar de modo adulto. Del mismo modo que el rebelde, la piedra arrojada por el niño ignora su determinación a raíz del desconocimiento del impulso impreso a cuya dinámica responde, inercialmente, en su movimiento.
La reivindicación universalizada de la libertad y la consideración de la misma como un derecho, antes bien, que como un privilegio, no hizo sino destruirla en cuanto a su concepto. Si antes era raro encontrar un hombre libre hoy lo mismo resulta imposible. Del mismo modo que con la igualdad, el término de la modernidad, nos trajo la figura impostada de los ideales que en sus principios cronológicos la nutrieron.

Mediante una dialéctica interior ineluctable, la modernidad destruyó la idea original cuya misión venía llamada a materializar. Todo ideal demasiado elevado se torna, en su momento, demasiado pesado, para las débiles espaldas de los hombres. Así, a manera de un nuevo Atlas, busca descargar el peso de sus hombros en un mundo de fachada. No es extraño que una época vulgar que desconoce la grandeza se encuentre inmersa en los derroteros de la intratextualidad que confía ingenuamente en el poder mágico de las palabras y en su aptitud completa para construir la realidad. La independencia del Renacimiento soñó crear el gran templo donde ardan los ideales sagrados de la libertad y la igualdad y, en lugar de ello, sólo fue capaz de construir su maqueta. El poder de las palabras no es capaz de crear un nuevo mundo cuando éstas no se encuentran alumbradas por las llamas sagradas del Verbo eterno. Ante las primeras tormentas de la verdad, el plástico, el cartón y la cartulina del simulacro idólatra de construcción empieza a resquebrajarse, y no hay sortilegio que resulte capaz de mantener, ante los hechos, el derrumbe completo de su impostura.

Semejante tragedia, que asedia históricamente los destinos humanos como una fatalidad, requiere, al menos, intentar ser aclarada. De momento no nos encontramos en posición de hacerlo, aunque ello no obsta a esbozar aquí una sospecha. En esto tenemos mucho que aprender de los poetas y creemos que, quizás, como la conmovedora balada de Wilde nos enseña, todos los hombres matan lo que aman, en algún momento de su existencia. Su presencia ha de ser un testigo perturbador y siempre molesto del fracaso y de la traición a la que los integrantes de la humanidad parecieran estar destinados. Otro tanto ha de pasar con las sociedades y las culturas a través de las generaciones, en ese tribunal del mundo que, según Hegel, constituye la historia. Su juicio inapelable arde en nuestra conciencia y pesa en nuestra carne.

Jonathan Georgalis



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