I
Podemos ubicar el olvido de los
arquetipos, o su total desconocimiento, desde los mismos inicios de la
filosofía griega. Para los griegos posteriores a la generación de Platón, el
Arquetipo ya era una incógnita sólo accesible a los iluminados que lograran salir
de la caverna. Con el correr del tiempo, el interés por las verdades esenciales
se iría diluyendo en comentarios de comentarios, la revelación directa pasaría
a ser un asunto muy lejano en el tiempo, allá en los arcanos de la Grecia presocrática.
Hasta la época del iluminismo, la filosofía, dependiente de su madre, la
teología, buscaba descifrar el contenido de las verdades eternas, desde la
misma pregunta por Dios hasta el sentido póstumo de la finitud. Todos han hecho
intentos más o menos dignos, pero acaso nadie con excepción de Platón haya
podido entender el verdadero contenido del Eidos.
A medida que nos alejamos de esa época histórica, los conceptos que la
filosofía maneja hoy día parecen indiferentes a la pregunta por la verdad. Los
hombres de la actualidad, entregados con afán a la materia y sus derivados,
poco o nada comprenden de estos asuntos.
La historia del espíritu europeo es la historia de un prolijo libro en
prosa, en el que los temas y subtemas, aclaraciones, notas al pie, addendas y
comentarios son más importantes que el contenido del libro y su mensaje.
Como un rayo que protesta contra la oscuridad de la noche, a principios
del aciago siglo veinte, René Guénon se propuso la tarea de devolverle a la
filosofía, o al pensamiento, su primigenio sentido metafísico. Volvió a
plantear preguntas ya olvidadas, y a dar con la clave en algunos asuntos que
desde los presocráticos no veían luz. La tarea, es cierto, fue monumental, y
hasta en algún punto acabó con la vida de Guénon, muerto a los 60 años, cuando
muchos lo consideraban tan inmortal como un dios o una idea. Pero los
fragmentos que nos ha legado de esa verdad última, accesible al hombre de
espíritu dispuesto, pueden sernos de lumbrera en el cénit de la aciaga noche
occidental.
II
Cuando Guénon retrotrae a nuestra oscura época el sanatana dharma, la tradición perenne y eterna, está poniendo en
el centro de atención de occidente la importancia en comprender y conocer la
verdad, perdida tras los rastros que alguna vez dejara Platón: hablamos de la
reconstrucción del espíritu tradicional.
Huérfano desde sus remotos inicios culturales, el hombre europeo nunca
estuvo directamente en contacto con “la
tradición” que, como Guénon nos enseña, proviene de las antiguas culturas de oriente. Debido a esta orfandad ontológica, la noción de arquetipo (esto
es, la representación ideal, perfecta y espiritual de los objetos verdaderos
del mundo), viene a conformar- no a reemplazar- lo que para este lado del mundo
es la verdad metafísica.
El estudio de los componentes, la pasión microscópica y el afán
clasificatorio, ya groseramente implementado por Aristóteles, el teólogo de la
escolástica, hizo olvidar al hombre occidental aquello que debía comprender y conocer
por sobre todas las cosas. Es por esto que el propósito de Guénon- devolverle a
la mirada occidental el sentido de la tradición y de la verdadera metafísica- no puede resultar menos que monumental.
Regresarle a occidente su sentido originario y perenne trajo aparejados veinticinco siglos de silencio. Semejante hazaña requería una consecuencia. Desde el
lejano Egipto, anquilosado en el tiempo, Guénon podría retomar con calma los
viejos elementos de la tradición, distante de la turba y el ajetreo de la urbe
europea, donde el silencio y la meditación son un tesoro recóndito.
III
Es en el pasible desierto donde el profeta verá con mayor nitidez, como
Juan Bautista, los hechos acontecidos y lo por venir.
Como un Lao zi remontando sobre la tierra incivilizada, Guénon debe
marchar hacia los arrabales del mundo, y tomar distancia, para comprender el
error europeo.
En El Cairo, bajo la apariencia exotérica de un ortodoxo y convencido
musulmán sunita, protegido de un mundo furioso y suicida, Guénon puede observar
con claridad a un mundo en ruinas, que ha perdido su sentido y los mínimos
valores que cualquier civilización centrada posee.
Europa, la que antaño fuera la virgen luminosa, devino en una senil
ramera que cedió sus últimos valores al mejor postor. Y Guénon, al igual que
Goethe, comprende que el mejor postor siempre es y será el diablo.
El olvido del arquetipo sume al espíritu occidental en una aporía, en un
sistema autoconciente, solipsista y cerrado en sí mismo, con su formulario de
preguntas y respuestas ya resuelto de antemano y sin ningún tipo de intercambio
dialógico con la verdad metafísica, ni mucho menos con una cultura alternativa,
la islámica, digamos, la taoísta, o la hindú (aquí radica la explicación de por
qué la filosofía, entendida como el idealismo alemán de Kant y Hegel, o el
empirismo inglés de Hume, o el nihilismo pesimista de Nietzsche y Schopenhauer,
es en realidad un sistema de pensamiento absolutamente europeo, no universal,
que no entra en diálogo ni presupone ningún otro tipo de verdad que la de la
religión racionalista que profesa esta misma filosofía).
El gran error del olvido del arquetipo es que horizontaliza el símbolo.
Lo desacraliza, lo vuelve una respuesta al alcance de cualquier hombre listo.
La historia de Europa será entonces la historia de un prisma roto, de un
camino que no conduce a ninguna parte. Indiferente ante Dios, el hombre
europeo, cartesiano y nihilista, verá en el cielo un asunto de la astronomía y
en la religión un conjunto de supersticiones populares. La carencia de esencias
conlleva a un aplanamiento del espíritu, relegado ahora a los alimentos
terrestres que provee el racionalismo.
IV
Contrariamente a lo que muchos de los autores tradicionalistas suponen (Guénon
entre ellos, que tenía una simpatía casi fantástica por el catolicismo tomista,
al que le atribuía una supuesta catena
aurea con la metafísica oriental, que hacía de esta tradición europea la única que se pudiera entender como tal en
occidente), el cristianismo medieval no hizo más que continuar el trayecto
iniciado por el materialismo aristotélico y culminado con la filosofía racionalista
moderna. Fueron los palimpsestos del catolicismo romano, el seudo Dionisio,
Erígena, Maister Eckhart y Gregorio Palamas, los portadores de este espíritu
tradicional universal, y no el aristotelismo escolástico del gran y moroso
edificio de Tomás de Aquino.
El mismo cristianismo que intentó funcionar como una fuerza
civilizatoria a partir del espíritu, con la teología patrística, primero, y el
posterior desarrollo de la escolástica, no hizo más que colaborar en la
racionalización del arquetipo (de la esencia y del espíritu) y en la subsecuente
institucionalización secular de algo tan inefable como la iglesia. La pasión
clasificatoria y especulativa ocultó a los muchos la vía mística, el apofatismo
y la tradición.
Dionisio Aeropagita, Eckhart, Dante, Böehme y algunos pocos más,
realizaron un camino alternativo a la prosa que europa iba entretejiendo. Pero
para ellos también habría un precio que pagar. Expulsados de sus tierras,
perseguidos, condenados por herejes, occidente siempre luchó por aniquilar todo
vestigio de la tradición, y con ella, a los hombres que la estimaran por encima
de todo.
Tras las huellas que dejaron aquellos hombres de excepción, pudo Guénon
continuar con una sigilosa e ininterrumpida cadena iniciática, que se remonta a
los orígenes de la humanidad misma.
V
El veredicto guenoniano es rotundo. El único modo de poder rescatar a la
presente época de sus escombros, será mediante un regreso a los orígenes, donde
se halla prístino a ser develado, el arquetipo, la realidad metafísica;
impugnar el presente y anhelar un luminoso mañana, cuando el cierre del ciclo
de a luz una nueva época.
Sólo hombres dispuestos a dejar atrás todas las comodidades del mundo en
busca de la verdad serán los testigos de este fin que todas las civilizaciones
tradicionales predijeron y que pronto veremos cerner sobre nuestra atribulada época.
"Si occidente posee todavía en sí mismo los medios de retornar a su tradición y de restaurarla plenamente, está en obligación de probarlo" (R. G., "Oriente y Occidente")
4 comentarios:
evidentemente, la perdida del pensamiento del arquetipo, en tanto instancia modélica, estable y perenne, de toda realidad surgida en el mundo material externo, nos sume en las realidades caídas donde el instante se agota en su carácter fugitivo. el hombre se afirma en la jerarquía que desciende de la substancia ejemplar, hasta las realidades inferiores, para que él mismo ascienda, a través de esa sagrada escalera de ser, que comunica las realidades divinas, con sus criaturas. la negación de tal continuidad jerárquica, supone una ruptura, donde el hombre mismo se escinde, y fragmenta en una realidad temporal, donde agotará ineficazmente, todas sus potencias creativas. la fenomenal historia de occidente es un ensayo de destrucción cada vez más acelerada del hombre, a través de un ocultamiento progresivamente más profundo de su ser ejemplar, verbo e imagen.
Me gustó leer tu texto, Ezequiel!
Gracias Marcos, por tu respuesta. Te recomiendo fervorosamente la obra de don René. Creo no equivocarme al afirmar que te va a encantar! Un abrazo grande. E
Que contradicción!! sobre Tomás de Aquino "...Guénon entre ellos..." acaso te crees más Guénon que el propio? En tu mensaje hay muchas cosas incoherentes que no las entiendo
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