20 años despuésEscribir sobre Piazzolla un día como hoy, en el que todos van a hablar de lo mismo, pareciera ser una actitud tan inútil como vana. A pesar de ello, el tema me toca muy de fondo. Piazzolla significó para mí, a los 16 años, el primer acontecimiento cultural y estético de mi vida, cuando un sábado 16 de octubre de 1999, fui específicamente al viejo Musimundo que estaba en Laprida al 200, en Lomas de Zamora, a buscar algún disco del bandoneonista, que ya por aquel entonces llamaba poderosamente mi atención. Yo venía de escuchar a bandas como Oasis, Jamiroquai, Simply Red, hasta que en un canal de cable (el maravilloso Todo Tango) vi un video de Piazzolla haciendo un larguísimo solo de bandoneón (años después descubrí que se trataba de la interpretación de Tristezas de un doble A que interpretó junto al segundo Quinteto, en el Roxy de Mar del Plata, en el verano del 84). En aquella ocasión la plata me alcanzó para adquirir uno de los tantísimos “Adiós Nonino” que se multiplicaban irrisoriamente en las bateas de la disquería. (Nota aparte: Piazzolla debe ser uno de los compositores más manoseados por la industria discográfica, que a fuer de vender, utilizó el Adiós Nonino como título para cualquier compilado, directo, etc). Elegí ese Adiós Nonino porque me gustaba la portada de un Piazzolla con barba, riendo, en una anacrónica fotografía en blanco y negro. Poco después de aquella adquisición supe que aquel amorfo disco contenía la sesión completa del histórico “Lo que vendrá”, el disco que grabó Piazzolla en el 57 junto a Elvino Vardaro con la orquesta del SODRE uruguaya. También contenía casi completo el EP De Vanguardia, que había grabado el quinteto en Montevideo en el 61, también con Elvino Vardaro, en el que figuraba la segunda (y por obvios motivos mi más querida) versión de Adiós Nonino. Después de ese CD vinieron otros, muchos, sobre todo en los años 99, 2000, 2001: Libertango, La camorra en la hermosa edición de Nonesuch con digipack dorado, Piazzolla Interpreta a Piazzolla, una edición espuria con casi todo lo grabado por el Conjunto 9 en un extraño compilado de la RCA con una foto impersonal del obelisco, masterizado exquisitamente por un japonés, Pulsación en la edición de Trova, los cassettes de María de Buenos Aires, la Suite Troileana, el Adiós Nonino del 69, con la desoladora intro de Dante Amicarelli. No llegaba a los 20 años y ya era un módico experto en materia piazzolleana. Motivado por su música, entre los 16 y 17 años intenté estudiar infructuosamente piano, para darme cuenta más tarde que si tenía algún talento musical, no era tocando un instrumento. Con los años acontecieron otras músicas, otros géneros, otros gustos. Descubrí a Borges, y un poco me olvidé de la música como motor inmóvil que movía todos los demás motores de mi vida. Empecé a escribir, a estudiar en la facultad. Cada tantos años, o meses, volvía a Piazzolla, a escuchar alguno de sus discos, o a descubrir otros, que más tarde buscaría en alguna disquería.
Mi experiencia personal con la música de Piazzolla es un poco histérica, luego de tantos años de vivir una relación intensísima con su obra, no puedo estar mucho tiempo gravitando en esa música, prefiero alejarme, olvidarla, para después, cuando me acerco, volver a descubrir los mismos tonos que me maravillaron durante más de la mitad de mi vida. Mi vínculo con Piazzolla, fuera del que mantengo con mis padres y hermanas, es el más extenso de toda mi vida.
Las ruinas circulares: tristezas de un doble A
En reiteradas ocasiones me pregunté a qué se debía ese vínculo manierista ante una obra de semejante peso, que de algún modo modificó mi lectura de la realidad, y por sobre todas las cosas, del arte. Yo creo que el motivo fundamental es la enorme tristeza que circula alrededor de toda su música, una tristeza que en seguida se vuelve física. Como en Elliott Smith, como en Bill Evans, como en Nick Drake, la música de Astor Piazzolla es de una intelectualidad eminentemente física, es una música que conmueve la inteligencia, pero mucho más aún imprime un estado sobre el cuerpo. Es una música que no pasa desapercibida a los nervios, a las emociones, y que puede modificar nuestro estado anímico. Alguna vez me jacté de dedicar mi vida a escuchar discos, y puedo decir que de todo lo que he escuchado, nunca me encontré con una música cuya tristeza tenga semejante peso metafísico, una melancolía musical cuya hondura es desoladora, asfixiante. Tomo al azar un ejemplo, la passacaglia de Introducción al Ángel, una marcha fúnebre en la que la guitarra y el contrabajo entrelazan una cadencia que te invade por completo, te olvidás de lo que te rodea, pero eso que te invade, además de ser belleza en estado puro, es también una angustia que te subyuga, te achica y te reduce por completo. Cuántas veces seguidas se puede escuchar esta melodía sin que termine afectando tu rutina? Este dictum se puede aplicar a buena parte de su obra, los Five Tango Sensations (cuya versión inicial se llamó Woe), por ejemplo, o Retrato de mí mismo, Canto de Octubre (la primigenia Mandrágora) o Invierno Porteño. Cómo sobrellevar a diario este denso tono menor cuando uno, además de ser melómano, tiene que seguir adelante con su vida? En mi caso, encontré ese mecanismo hegeliano de alejarme y acercarme para poder continuar admirando su obra.
De dónde viene la tristeza de Piazzolla, una de las músicas más melancólicas del siglo XX? De dónde viene ese dolor tan hondo que separa a Piazzolla de cualquier intérprete de la historia de la música grabada? Yo pienso que sus orígenes son indisociables de la historia del país en el que concibió, escribió y llevó a cabo esa música. Es aquí donde podemos ubicar la obra de Piazzolla en tres planos: el contextual, el geográfico y el espiritual. Durante décadas, Piazzolla sufrió en carne propia el desprecio y ninguneo de sus contemporáneos conservadores, que denostaban su música, argumentando que no tenía nada que ver con el tango. Me cuesta pensar en una música instrumental cuya atmósfera sea más tanguera que la de Piazzolla, Piazzolla está anclado en las propias raíces del tango, en la de su tristeza metafísca. Piazzolla es tango puro, pero más que nada es música argentina, entendiendo por Argentina ese conglomerado de fracasos y proyectos truncos que desde su misma génesis ha particionado a nuestra patria en guerras vanas, en maniqueísmos inútiles y estúpidos. El tango es netamente argentino porque Argentina es un país triste; la tristeza del tango, la del inmigrante que llora a su patria de origen, que ya no existe más, es la tristeza de un país que alguna vez soñó con ser, pero nunca fue. Inevitable pensar en la frase de Alfredo Le Pera “la tristeza de haber sido, y el dolor de ya no ser”. A esa tristeza ontológica, musical y contextual, hay que agregar un tercer plano: el topográfico. La música de Piazzolla no es la de los arrabales –epicentro del tango clásico, de la guardia vieja y nueva- la música de Piazzolla se corre de la periferia y se ubica en el asfixiante microcentro, cuyo ser por antonomasia es el deprimente oficinista. El destino errático y patético del hombre contemporáneo, arrojado a la inmensidad desoladora de la urbe, nunca ha sido manifestado con mayor ejemplaridad estética que en la música de Astor Piazzolla.
Un compositor que se jactaba de hacer música para el centro de Buenos Aires (lugar donde él vivió buena parte de su vida) es el mismo que reubica la posición del hombre de tango, que se amparaba en la vida del arrabal. Piazzolla lo posiciona en el microcentro, en el delirio desquiciante de Corrientes y Callao, la city porteña, la locura de oficinistas y suicidas. Allí, en medio de la modernidad más rapaz, el músico que se autoproclamaba "contemporáneo", "vanguardista", "revolucionario", edita su obra, y escribe como nadie la tristeza del hombre moderno.
El lamento de Piazzolla -el más barroco, en su manierismo, de la música popular moderna- es tan desgarrador y pide la sola escucha del espectador (espectador que él diseña con precisa lucidez), porque allí está expuesta la miseria y el dolor del mundo moderno. Piazzolla exhibe como nadie la tristeza del hombre posicionado en el centro de la metrópoli, esa tristeza que el capitalismo escamotea y evita desvelar, Piazzolla la trastoca en una belleza inusitada, profunda e inusitada belleza triste.
País, espíritu de país y género musical, son indisociables de Piazzolla, todos ellos configuran las hermosas ruinas circulares de las que está hecha nuestra materia. La tristeza de Piazzolla tiene un atisbo de origen en la amargura ontológica del tango, pero lo que realmente expone su música es la tristeza del país injusto que le tocó habitar. Su música está inevitablemente enlazada al destino de la Argentina, que el propio Piazzolla sufrió en carne propia, al punto que para “triunfar” tuvo que irse del país y radicarse, ya cincuentenario, en Europa.
Fracanapa, Astor!
Pero como ocurre con todos los genios, que en ese nivel existen muy pocos, hay muchos Piazzollas. Así como está el Piazzolla triste de Adiós Nonino y Soledad, hay también un Piazzolla paleógrafo –el de los dos volúmenes de la Historia del tango, del año 67-, hay un Piazzolla historiógrafo –el que homenajea a sus maestros y amigos: Vardarito, Escualo, Retrato de Alfredo Gobbi, Decarísimo), hay un Piazzolla avantgardista –el de Lunfardo, una pieza de cámara cuasi atonal gracias al esquizofrénico glissandi de Antonio Agri, hasta que el solo de violín reordena en pura romanza (otra vez Gobbi) maravillosamente todo el tema-. Existe también un Piazzolla esperanzador, el de Caliente o Primavera Porteña, una fuga cantabile que se abre como una flor, y que se podría corear tranquilamente en una cancha. De todos esos Piazzollas, yo elijo quedarme, en mi remota zona de confort, con el Piazzolla picaresco, el de Revirado, el de Vayamos al Diablo, donde reelabora con delicadísimo cinismo el concepto de malambo, homenajeando a su maestro Alberto Ginastera, el de Tango Diablo, que con esa intro de demoníaca disonancia, pareciera ser una readaptación porteña del Free Jazz, el de Fracanapa, ese exquisito monotema que expone en tres minutos todas las relecturas posibles que cinco instrumentistas pueden elaborar sobre un mismo tema, sin jamás fugarlo, reestructurando marcas rítmicas que confunden y maravillan por igual. Cada uno elegirá en este centenario el Piazzolla que más le guste. Yo tengo para mí que cualquiera de los Piazzollas que nos convoque será en esencia Piazzolla, que Astor fue un genio porque fue todos ellos y en todos brilló hasta lo más alto. El argentino que más lejos llegó de todos nosotros.